Aunque sólo tenía unos años a cargo de la notaría 36, José G. Silva Bulnes ya era un hombre mayor cuando contrató como asistente administrativa a Carmen Balseca para que le ayudara a poner en orden su oficina. La cantidad de trabajo era tal que, con frecuencia, Silva veía estudiando en un rincón, mientras esperaba a su madre, a la pasante María Angelina Domercq. Lo que más le asombró de ella fue lo pronto que se interesó por la disciplina notarial, la cual aprendió con rapidez. Así, halló en la poblana una eficiente asistente jurídica: primero, para él, y luego, para quienes sucesivamente serían sus adscritos, Francisco Villalón e Higinio Guerra y Guerra.
Por eso, cuando Angelina se tituló, el 12 de mayo de 1943, a Silva no le sorprendió su petición: “quería ser la primera mujer en desempeñar el cargo de notaria en México”. Silva no tenía que explicarle que, además de la enorme misoginia que imperaba en el gremio, la legislación vigente, al negarles los beneficios de la ciudadanía, impedía que las mujeres accedieran a esa actividad. A todas sus objeciones, Angelina anteponía que apelaría a la validez de su pretensión, a la bondad del presidente del notariado local y a que demostraría en el examen respectivo que poseía iguales o mejores talentos que cualquier otro competidor.
Ante su vehemencia, Silva accedió a reconocer ante la autoridad administrativa que Angelina dominaba la profesión y que había realizado sus prácticas bajo su responsabilidad. Sin embargo, el jefe del Departamento del Distrito Federal, a causa de lo insólita que resultaba la notificación, denegó recibirla bajo el argumento de que la joven incumplía el requisito de “estar en ejercicio de los derechos de ciudadano […] porque el artículo 35 fracciones I y II [de la Constititución señala] como prerrogativas de [los mismos] las de votar en las elecciones populares y poder ser votado para todos los cargos de elección popular y nombrado para cualquier otro empleo o comisión, teniendo las calidades que establezca la ley, derechos que no [tenía] por razón de su sexo”.
Esa injusta negativa obligó a Angelina a interponer un amparo mediante el cual pudo obtener la protección de la justicia federal. Su asunto, que fue la comidilla del medio, escaló hasta la Segunda Sala de la Suprema Corte y se resolvió en una ajustada votación de tres ministros a favor y dos en contra (Gabino Fraga y Manuel Bartlett Bautista).
Infatuada, el 7 de agosto de 1945, Angelina presentó su examen para obtener la patente de aspirante a notaria. A sus 26 años, se convirtió en la primera mujer en sentarse frente a ese atemorizante jurado de cinco sinodales, más si quien lo presidia era el afamado Manuel Borja Soriano. El caso que se le planteó fue una compraventa de un inmueble para un menor. Los numerosos asistentes pudieron atestiguar cómo Angelina, después de sortear todas las réplicas, fue aprobada por unanimidad. Mucho se comentó que su evaluación fue la mejor en ese periodo y su éxito no dejaba de impresionar. En el foro jurídico, nunca una abogada había logrado tanto y de esa forma sin descender de una familia de alcurnia o sin contar con el apoyo del mandamás en turno.
Lo más difícil había pasado. Ya sólo un trámite la separaba de su sueño: necesitaba que hubiera una notaría vacante para acceder en automático al gremio o que un notario de número la eligiera como su adscrita para, después de un tiempo, ganar la titularidad.
Angelina estaba segura de que su antiguo jefe, José Silva, le daría la oportunidad. Ambos se beneficiarían. Todo el esfuerzo, litigio y horas de desvelo parecían rendir frutos. Mientras tanto, una nueva Ley del Notariado se discutía en el Congreso.
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