A las 11 de la mañana del viernes 14 de marzo de 1975, Luis Echeverría, vestido en un impecable traje gris, arribó a Ciudad Universitaria. Mientras tanto, en la explanada de Rectoría varios manifestantes protestaban por su presencia.
Minutos después, el mandatario ingresó al auditorio de la Facultad de Medicina. Uno de sus primeros actos fue bautizarlo con el nombre del chileno Salvador Allende y develar una placa alusiva, misma que el rector mandó retirar poco después. Fue recibido en “su calidad de universitario y jefe de las instituciones nacionales”. Los reportes de prensa indicaron que, dentro del inmueble, había más de 2 mil personas.
Según recuerda Guillermo Soberón, “la ceremonia comenzó como se pudo. Habíamos acordado que intervendría para decretar el inicio de clases, pero no servía el micrófono y leí mi discurso a gritos, sólo la tercera parte, pues me brinqué trozos para ir más rápido. (…) Echeverría estaba de pie porque el tumulto impedía sentarse. Iba a intervenir el líder del sindicato (…) pero quien agarró el micrófono fue Joel Ortega (un) líder anarquista de la Facultad de Economía, que se soltó a despotricar contra el gobierno. Mientras Ortega hablaba comenzaron los gritos desde la parte de arriba”.
De inmediato, el mandatario hizo uso de la palabra y se enfrascó en un duelo verbal con los alborotadores. “Así gritaban los jóvenes de Hitler y Mussolini, muchachos, así, así”, “jóvenes fascistas”, “jóvenes manipulados por la CIA”, “jóvenes del coro fácil”, eran parte de los epítetos que les lanzaba, mientras que el ambiente se enardecía.
Algunos estudiantes llamaban a la cordura, pero eran ignorados. A pesar de los denuestos, el Presidente continuaba: “El enfrentamiento entre la Universidad y el gobierno lo lamenta la nación y lo celebran los heterogéneos enemigos de México”, vociferaba, “señalando con índice flamígero a las alturas del auditorio”. Para esos momentos, la gritería era ensordecedora y empezaron a volar monedas, vasos y otros proyectiles.
Al percatarse del peligro, el teniente coronel Jorge Carrillo Olea, en ese entonces miembro del Estado Mayor Presidencial, lo “agarró por detrás y se lo fue llevando a la fuerza (…). Echeverría volteaba y gritaba mientras lo conducían hacia una de las puertas posteriores, que daba a un corredor que desembocaba en el frente del edificio al nivel de la calle. En ese momento se oyó un quebradero de vidrios y voló una botella (…) Alguien gritó que era una bomba y la multitud se abrió en dos, pero no pasó nada”.
EL UNIVERSAL reportó que aquello “se convirtió en un nudo humano. Al Presidente le dan puñetazos en los brazos, en el cuerpo”. Para ese momento, “en el auditorio todo era desorden: las butacas fueron destrozadas y los pedazos de madera y lámina usados como proyectiles, mientras que afuera, una lluvia de piedras, macetas y botellas destruía la fachada del edificio y lesionaba a decenas de personas”.
En ese momento un joven gritó: “¡Vienen los porros, nos atacan!”, y “tres rostros resaltan entre la muchedumbre. Están ensangrentados. Una estudiante de medicina se desmaya”.
Soberón no alcanzó a ver el desenlace. Lesionado, “brinqué cuanto pude, apoyé los codos en la caja torácica, me protegí con los brazos y mis pies no volvieron a tocar el suelo pues quedé suspendido entre la gente. Me llevaron flotando como corcho hacia la puerta”.
Metros más adelante, Carrillo Olea buscaba desalojar al Presidente, resguardado por un grupo de alumnos y docentes. Enardecido, Echeverría aún pretendía acudir a la Facultad de Derecho para continuar con el programa establecido. Eran casi las 13:00 horas.