El Día de Muertos es una tradición de origen medieval que fue instituida por la iglesia católica para conmemorar a los máximos pontífices fallecidos, así como una vía para cristianizar las festividades paganas dedicadas a la recolección de la cosecha. Sin embargo, en México se erigió como un sincretismo de las costumbres prehispánicas y religiosas que fue tomando forma durante la colonia y pasó a ocupar un sitio preeminente en el imaginario nacional.

Mucho se ha debatido sobre la percepción que tenemos acerca de la muerte, ya que se le ha comprendido al mismo tiempo como sinónimo de solemnidad y de algarabía, siendo el Día de Muertos muestra viviente del folklore y del exotismo con que se vincula la finitud humana con la preservación de la memoria en los sobrevivientes. El fenómeno de la rememoración parte de un antes que se articula a través de la evocación y el reconocimiento, y al que se intenta volver por medio de ejercicios rituales comunitarios, como ejemplo de ello constan las ofrendas y los círculos de oración.

Para que la remembranza y el duelo dejen de ser procesos estrictamente individuales, Paul Ricoeur sugiere que se “extraigan de los recuerdos traumatizantes su valor ejemplar” para otorgarles la forma de futuro y del imperativo, para que así sean capaces de abrir nuevos lazos públicos y políticos: “El deber de la memoria no se limita a guardar la huella material [...] de los hechos pasados, sino que cultiva el sentimiento de estar obligados respecto a estos otros de los que ya no están, pero que estuvieron. Pagar la deuda, diremos, pero también someter la herencia a inventario”.

En nuestra cultura existen múltiples ejemplos de la transformación mencionada por Ricoeur, como la emblemática catrina de José Guadalupe Posadas y las pintorescas ofrendas que abundan en alimentos, flores de cempasúchil, fotografías y calaveras multicolores. En el ámbito pictórico fue Diego Rivera quien encontró una síntesis entre enseñanza, recuerdo y creación, misma que plasmó en los muros del antiguo edificio de la Secretaría de Educación Pública, donde destaca su fresco “El día de los muertos”.

Entre los clásicos de la literatura que aluden al 2 de noviembre se encuentra Bajo el volcán, novela de Malcolm Lowry que transcurre el Día de Muertos de 1938, y que describe el descenso al delirante infierno del alcoholismo y de la historia del cónsul Geoffrey Firmin, quien enfrentará su desgracia en un escenario onírico y tétrico que incluye una procesión en honor a los difuntos. Esta directriz conduce inevitablemente a Pedro Páramo, en la que Juan Rulfo consigue “traer a la vida” a los muertos que habitan el mítico pueblo de Comala.

Octavio Paz dedicó un capítulo de El laberinto de la soledad —”Todos santos. Día de muertos”— a explorar la ambigua percepción que el mexicano tiene de sí mismo frente el ataúd y la catástrofe: “si en la fiesta, la borrachera o la confidencia nos abrimos, lo hacemos con tal violencia que nos desgarramos y acabamos por anularnos. Y ante la muerte, como ante la vida, nos alzamos de hombros y le oponemos un silencio o una sonrisa desdeñosa. La fiesta y el crimen pasional o gratuito revelan que el equilibrio de que hacemos gala sólo es una máscara, siempre en peligro de ser desgarrada por una súbita explosión de nuestra intimidad”.

Quizá la festividad “más mexicana” sea un buen motivo para recordar las palabras del filósofo alemán Hans Georg Gadamer: “la memoria se habilita como el órgano de la comprensión de la temporalidad y la finitud de lo humano”...

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