La vida de Ignacio José Allende y Unzaga estuvo marcada por una estrella caprichosa. Procedente de una familia de buena hacienda, sus primeros 27 años los vivió de tal manera que más de uno calificó de pendenciera, incluso se murmuraba la existencia de varios hijos naturales.

Sus días de ocio terminaron en 1796, cuando Carlos IV firmó con Francia un Tratado de Perpetua Alianza. España, siempre recelosa de crear una milicia competente en sus colonias, tuvo que ceder, pues se colocó bajo la mirada inglesa. En consecuencia, siguiendo la suerte de su padre y un par de hermanos, Allende ingresó al Regimiento de Dragones de la Reina de San Miguel el Grande.

En los siguientes cinco años, el flamante recluta no gozó de descanso y se vio inmerso en un frenético proceso de adiestramiento que incluyó prolongados desplazamientos y escaramuzas en un enorme territorio. Resignado, intentó que su paso por el ejército realista le sirviera para alcanzar la fama que anhelaba, aunque, para su mala fortuna, su desempeño fue calificado como regular y tomó conciencia de que los altos cargos estaban vedados para los criollos. Así, debió conformarse con un rango medio.

El 10 de abril de 1802, a los 33, bíblicamente, el capitán decidió sentar cabeza y se casó con María de la Luz Agustina de las Fuentes, cónyuge supérstite y heredera única de un acaudalado lugareño. Sin embargo, la felicidad del matrimonio duró escasos seis meses por la súbita muerte de María de la Luz. De esta forma, Allende perdió la que resultaría su última oportunidad de concebir descendientes legítimos y, junto a un patrimonio cuantioso, heredó unos parientes políticos avariciosos que le traerían más reveses. En particular, mantuvo un largo litigio con su cuñado, el peninsular y alférez real don Manuel Marcelino de las Fuentes, quien se volvería un obstáculo entre él y sus futuros proyectos.

En 1809, desilusionado del entorno castrense y del ninguneo, se sumó a la frustrada conspiración independentista dirigida por José Mariano Michelena desde la antigua Valladolid, de la que logró salvarse cuando los cabecillas fueron detenidos. Con ese antecedente, asumió el liderazgo de una nueva conjura que tenía su base en Querétaro.

Una delación lo obligó a modificar sus planes y ceder el protagonismo insurgente a un cura de pueblo de erráticas decisiones. Cuando las acciones revolucionarias estallaron, Manuel Marcelino fue detenido por los rebeldes, pero su excuñado, en un acto conciliador, lo salvó del degüello. Poco le valdría ese gesto, ya que cuando los papeles se invirtieron, el español testificó que “sin embargo de no habérsele oído decir al referido cura Hidalgo, supo (…) que el expresado cura negaba la eternidad de las penas del infierno, y aseguraba no había purgatorio”, y calificó a Allende de traidor a la corona.

Esta declaración contribuyó a que el líder insurgente fuera pasado por las armas, aunque su infausta estrella aún no se apagaría. A pesar de que Hidalgo declaró ante sus verdugos que su intervención inicial fue “sin otro objeto por su parte que el de puro discurso, pues (aunque) estaba persuadido de que la independencia sería útil al reino, nunca pensó entrar en proyecto alguno, a diferencia de don Ignacio Allende, que siempre estaba propuesto hacerlo y el declarante tampoco lo disuadía, pues lo más que llegó a decirle en alguna ocasión fue que los autores de semejantes empresas no gozaban del fruto de ellas”, el paso del tiempo le asignó al indeciso sacerdote de Dolores el papel que el sanmiguelense hubiera querido ocupar en la historia.

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