Las sombras seguían acosando a Gustavo Garmendia; a sus acusaciones por asesinato y malversación se sumó la funesta noticia de la súbita muerte de su única hija, María Luisa, que no llegó siquiera al año de edad. Con esa nueva carga, el excapitán veía en la lucha armada la única manera de limpiar su reputación, por lo que se unió a un pelotón de rebeldes, comandados por Álvaro Obregón, con el que viajó de Sonora hacia Sinaloa a finales de 1913.
En Culiacán el grupo revolucionario fue sorprendido por fuerzas huertistas el 14 de noviembre: “Emprendiendo el ataque de la plaza, los revolucionarios fueron rechazados por la guarnición de federales con que contaba la plaza, dejando el campo cubierto de cadáveres, pues los carrancistas mostraron gran tesón en el ataque”. El reporte oficial indicaba el fallecimiento de 20 hombres y 80 heridos. Entre los caídos apareció el nombre de Garmendia, lo que no dejó de sorprender ya que, por su habilidad y arrojo, parecía estar siempre por encima de sus contrincantes. Así, los diarios prefirieron crear el rumor de que el militar seguía vivo y en pie de lucha. Sin embargo, ante la evidencia, poco a poco se aceptó la noticia de su irremediable deceso a sus 32 años.
Fue hasta la salida de Victoriano Huerta del poder que la figura de Garmendia cambió de matiz. Ya no se trataba del prófugo por homicidio, sino del héroe de Palacio Nacional que protegió al presidente Madero hasta el final. En diciembre de 1916, el nuevo mártir fue exhumado para rendirle honores patrios en la capital: “Habiendo llegado a esta Plaza procedente de Navolato, Sinaloa, los restos del extinto teniente capitán de artillería Gustavo Garmendia, quien murió en el asalto y toma de Culiacán, por las fuerzas constitucionalistas que eran a las órdenes del general Álvaro Obregón. La Secretaría de Guerra y Marina se ha servido disponer se hagan al extinto jefe los honores que le corresponden”.
El domingo 17 de diciembre se instaló una capilla ardiente en uno de los salones principales del Departamento de Estado Mayor que recibió a altos grados castrenses para despedir a su antiguo compañero. Al día siguiente fue enterrado en el Panteón Francés. El ministro Obregón presidió el cortejo, acompañado de Benjamín Hill, Francisco L. Urquizo, Fortunato Maycotte, entre otros: “El convoy tomó camino rumbo al Panteón, a donde llegó cerca de las once de la mañana, procediéndose, desde luego a inhumar los despojos mortales del capitán Garmendia. Poco antes de que los restos bajaran a la fosa, los señores Adolfo Cienfuegos y el licenciado Juan Sánchez Azcona hicieron uso de la palabra, para honrar la memoria del valiente desaparecido”.
Sobre la familia del difunto no se mencionó nada en la prensa. Su exsuegro, el general Joaquín Beltrán, refugiado en Nueva York, en una inversión del destino, ahora era considerado un traidor. A la viuda se le otorgó una pensión por los servicios que prestó su marido. En 1953, María Luisa Beltrán, a sus 65 años, pidió un aumento en dicha retribución que, para ese momento, ascendía a 150 pesos: “Del estudio correspondiente se llegó a la conclusión de que los méritos del extinto militar Gustavo Garmendia Villafaña son suficientes para que se tome en cuenta la solicitud de la señora (…) ¿Cómo no vamos a sentir la necesidad de mejorar la pensión, cuando aquella persona ha llegado a mayor edad y necesita mayor protección del Estado?” Así, Garmendia pasó de la gloria al infierno, y del heroísmo al olvido.