Más allá de ser la mitad de la vida y quizá la mejor, como expresara Goethe, la concepción de la noche, además de la física y la astronomía, ha sido materia de ensayistas, literatos, poetas e incluso escolásticos. Dentro de estos últimos, destaca san Isidoro de Sevilla (560-636 d. C.), obispo de su ciudad natal por más de tres décadas, y quien consagró su vida a la erudición y a la enseñanza. Entre sus obras se conserva las “Etimologías”, una inmensa compilación en la que almacenó y ordenó todo el saber de su época, y que sirvió de referencia durante los siglos venideros.
En esa obra, en el libro V, referente a las leyes y los tiempos, Isidoro le dedicó un apartado para estudiar la noche. Para él, la etimología deriva de “nocivo”, “porque hace daño a los ojos”. Por eso, “tiene la luz de la luna y de las estrellas para que no se encuentre sin claridad alguna y sirva de alivio a cuantos trabajan de noche y para proporcionar luz suficiente a los seres vivos que no pueden soportar la luminosidad del sol”.
Así, este periodo de nuestra existencia sucede “porque el sol se encuentra cansado de su larga carrera y porque, al llegar a su último tramo de cielo, comienza a agotarse y emite ya tibios sus rayos; o porque, aunque sigue luciendo bajo la tierra con idéntica intensidad que, sobre ella, sin embargo, la sombra misma de la tierra la provoca”.
De esta manera, para Virgilio la noche “se precipita en el océano envolviendo con su amplia sombra la tierra y el cielo”, aunque para Séneca, “la noche saca nuestros problemas a la luz, en lugar de desterrarlos”. Es el lugar para las grandes gestas, como escribió Homero: “La vieja noche… puede vencer a todos los dioses y hombres mortales”. No sólo es tiempo de los búhos, sino también de las alondras: “A menudo me encuentro pensando que la noche está más viva y que tiene colores más vivos que el día”, decía Van Gogh.
La noche ampara a la oscuridad, esa vieja amiga a la cual le cantan Simon y Garfunkel. Dicha penumbra, a pesar de todas sus connotaciones, Francisco Tario, en uno de sus cuentos fantásticos, indicó que es un estado placentero y propicio. Silvia Plath la pensó como “una especie de papel carbón negro azulado, con muchos agujeros en forma de puntos, de estrellas, dejando a la luz pasar agujero tras agujero, con una luz blanca como el hueso, como la muerte, que está detrás de todas las cosas”, y Alejandra Pizarnik la versificó como “ese instante sudoroso de nada, /Acurrucado en la cueva del destino”.
Isidoro divide la noche en siete partes: el atardecer, que deriva su nombre por la estrella del ocaso que sigue al sol poniente y precede al comienzo de las tinieblas; el crepúsculo, entendido como la luz incierta, es decir, lo que hay entre la luz y las tinieblas; el conticinio, que es el tiempo en que todos callan; el intempesto, que es el espacio medio e inactivo, cuando no puede hacerse nada y todo descansa entregado al sueño; el gallicinio, que toma su nombre a causa de los gallos, heraldos de la luz; la madrugada, que es el lapso que media entre la retirada de las tinieblas y la llegada de la aurora, y en ella se empieza a fraguar la mañana; y el alba o la aurora, que es el comienzo del día que empieza a clarear y el primer resplandor del aire. Sin embargo, en todo momento, la noche es un lugar de hechos y no de palabras, según Saint-Exupéry.
De todo lo que puede decirse sobre la noche, destaco la visión agradecida de José Saramago: “Bendita seas tú, noche, que cubres y proteges lo bello y lo feo con la misma capa indiferente”.