Alguna vez he descrito mi obsesión por obtener autógrafos de la gente que admiro, manía que me ha llevado a cometer excesos tales como perseguir en la carretera a John Updike, importunar a Doris Lessing o ser objeto de las furias de V. S. Naipul, por citar algunos de ellos, siempre justificándome con las palabras de Walter Benjamin: “Si toda pasión linda con el caos, la del coleccionista roza el caos de los recuerdos”.
Tras la lectura de Mañana en la batalla piensa en mí, de Javier Marías —cuya rúbrica, hasta ese momento, no formaba parte de mi acervo—, conocí a un escritor dueño de una poderosa e incisiva prosa, la cual llevó a más de uno a preguntarse “cómo le hacía para escribir así, con tantas subordinadas que se iban abriendo casi imposiblemente, para luego casi imposiblemente cerrarse”.
Conseguir el autógrafo de Marías no fue tarea sencilla, pues hasta donde recuerdo, sólo vino en una ocasión a nuestro país y nunca asistió a nuestros festivales literarios, situación explicable por su monomanía y su inveterado desagrado a viajar en avión, lo que me obligaba a cazarlo en su territorio.
Antes de emprender la persecución necesitaba conseguir su dirección. Como en otras ocasiones, no recuerdo si mi insistencia con su editorial o con el agregado cultural español me pusieron sobre el rastro de mi presa.
Mi tarea no pintaba tan fácil, pues Marías no disfrutaba repartir firmas. Así, años después, dejó de asistir a la Feria del Retiro; se confesaba harto de dedicar ejemplares hasta aburrir, por estar cansado “no de los lectores sino de mí mismo”, y por ser zurdo, ya que “los libros están diseñados para diestros”.
Cuando llegué a las puertas de su edificio, el portero me informó que Marías no se encontraba y dudaba que, sin conocerme, me recibiera. Ante mi insistencia accedió a recibir mi libro y una carta llena de oraciones admirativas, donde le explicaba mis motivos, con la promesa de entregárselos.
Volví un par de días después y me encontré con este regalo: “Para Alejandra y Ángel, venidos desde muy lejos, deseándoles muchos mañanas, aún más pensamientos y ninguna batalla”. Cordiales saludos. Javier Marías. P. S. De ‘maestro’ nada”.
Marías fue, sobre todo, un hombre libre, escribía “para seguir leyendo lo que me gusta”, rehusaba las becas y los honores oficiales y, hasta su última columna de opinión, denunció “el enorgullecimiento de la ignorancia”, la cual se empeña en imponernos una sociedad que se solaza en la cultura de la cancelación y de lo políticamente correcto. Se le va a extrañar “por sus denuncias contra la enfermedad y el absurdo del pensamiento posmoderno”.
De entre su obra, me gusta recomendar Salvajes y sentimentales, su genial colección de piezas futbolísticas donde el Rey de Redonda muestra “más de su vida que en todas sus novelas juntas. Aquí renuncia a las máscaras, desde las cuales los nebulosos narradores de sus ficciones observan el mundo, y evita las ambivalencias morales”. Marías, un hábil extremo izquierdo de niño, reconocía que el balompié era de las “pocas cosas que me hacen reaccionar hoy en día de la misma manera en que reaccionaba cuando tenía 10 años y era un salvaje, la verdadera recuperación semanal de la infancia”.
Cuando me enteré de la muerte de Marías, le pedí a una amiga española acudir a la tercera planta del número 1 de la Plaza de la Villa, confiado en que una multitud estaría afuera de su domicilio, y así obtener el último recuerdo. Las fotografías que me envío mi amable corresponsal de la hermosa localidad donde vivió Marías durante muchos años tan sólo muestran una zona de sombra donde permea la negra espalda del tiempo.