La semana pasada, ahondé en una obra de corte lexicográfico, “Así habla la delincuencia”, un glosario de la jerga común de los criminales en nuestro país hasta 1987, fecha de su publicación original. El recordar este tomo me hizo plantearme la fascinante historia que tienen los diccionarios en nuestra lengua. El registro del significado de las palabras fue desde un inicio considerado materia de importancia de Estado.

El “Tesoro de la lengua castellana o española”, de Sebastián de Covarrubias, no sólo fue el primero en regla del español, sino el primero de cualquier idioma moderno europeo. Aunque no se trató del “best seller” de su tiempo, el trabajo sin precedentes habría de cautivar a un público especializado, si no es que obsesionado con el lenguaje.

Una opinión de la que haría eco la primer Real Academia Española, la cual, para compilar su monumental “Diccionario de autoridades”, recurrió una y otra vez a la erudición de Covarrubias. El poder que escondían las definiciones estaba asentándose en el imaginario. En su proemio emitía el censor Balthazar de Acevedo el siguiente juicio: “Sólo quien mirare con malos ojos el mayor lustre de nuestra nación podrá murmurar de obra tan provechosa”.

Viene al caso la discusión sobre el tema que aparece en “Los recuerdos del porvenir” de Elena Garro: “¿Qué haríamos sin los diccionarios? Imposible pensarlo. Ese idioma que hablamos sería ininteligible sin ellos. ‘¡Ellos!’ ¿Qué significa ellos? Nada. Un ruido. Pero si consultamos el diccionario encontramos: ‘Ellos, tercera persona del plural’”.

Ángel Gilberto Adame
Ángel Gilberto Adame

El lugar definitorio, a opinión de varios expertos, no lo ocuparían los subsecuentes diccionarios de la Real Academia, sino el esfuerzo de una bibliotecaria que dedicó sus ratos libres a construir un tesauro que no debía de tomarle más de dos años, y terminó convirtiéndose en la empresa de toda una vida.

María Moliner, talentosa filóloga reducida a atender la biblioteca de un colegio de ingenieros tras la guerra civil, se enfrentó a un franco dogmatismo por parte de los académicos, al conocer su intención de reformar las carencias del diccionario oficial. Fue entonces que empezó su labor en sus horas de ocio, armada con su pluma Mont Blanc y su máquina de escribir Olivetti Pluma 22. El resultado fue el “Diccionario de uso del español”, que en opinión de Gabriel García Márquez se trata del “más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana”.

La obra ampliaba no sólo el número de entradas, sino que sus definiciones buscaban ser una guía de uso, eran más extensas, descriptivas, incluso lúdicas. El tono ameno con el que es expuesto el significado de cada palabra hace gozosa la consulta, y, más allá de sus fines, puede leerse como literatura.

El resto de la vida de Moliner sería marcado por el prestigio y la envidia que le mereció su trabajo. Sería causa de un severo escándalo el hecho de que la Real Academia Española jamás la admitió en sus filas. En 2021, Santiago Muñoz Machado, director actual de la RAE, expresaría pena ante su exclusión.

De una muy triste ironía fueron los últimos días de María Moliner, la mujer que había dedicado su vida a las palabras entonces sufrió de una afasia a causa de una arterioesclerosis cerebral, dejándola incapaz de pronunciar cosa alguna. Sus nietos, a quienes fue devota, la recuerdan alegre e ingeniosa, pero con un poder de concentración abrumador. Nunca se aisló para concluir sus dos monumentales tomos, así los niños corretearan a su alrededor.

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