Infatuados por su triunfo al obtener del gobierno la autonomía universitaria para la Máxima Casa de Estudios, los estudiantes de la generación de 1929 se abocaron a apoyar una nueva causa: el triunfo de la candidatura de José Vasconcelos a la Presidencia de la República en contra del candidato oficial, Pascual Ortiz Rubio. En Las palabras perdidas, crónica de este movimiento, Mauricio Magdaleno dedica un capítulo a las jóvenes que se les unieron, destacando a una entre todas, María de los Ángeles Farías y Balleza, “tal vez la más humilde y legendaria”.
El ímpetu de la popular “Febronia” era tal que, en ocasiones, incluso rebasaba las decisiones de los dirigentes. Según Magdaleno, la joven que “revive en mí como un fluido de esos que hablan los espiritistas, un fluido que emanaba físicamente de ella y no sé si sería una pluma de airón o el revuelo de un mechón del lacio pelo negro”, después de haber sido instada, en múltiples ocasiones, a que se “largase a (las oficinas del) partido y se pusiese a despachar la correspondencia del día”, pasó de estar hombro con hombro con los estudiantes “(molestándolos) por estar pegada (a ellos) cuando (salían) a improvisar mítines en las más apartadas zonas de la ciudad”, a convertirse en un elemento indispensable: “tuvimos que tolerarla y a poco andar ya no podíamos pasárnosla sin ella”.
Durante los preparativos para la convención nacional que debería culminar con la designación de Vasconcelos como abanderado del Partido Nacional Antirreeleccionista, los jóvenes integrantes del Frente Nacional Renovador carecían de experiencia en esas lides. Así, designaron a Inés Malváez —quien, durante el Congreso Constituyente de 1917 había adoptado una posición antisufragista, contraria a la defendida por la activista Hermila Galindo, porque las mujeres “estaban bajo la férula del clero”— como la responsable de “poner en orden nuestras no siempre claras actas y, auxiliada por Carmelita Cantoral, Cuca Moreno Sánchez, María de los Ángeles (…) y demás muchachas de nuestro grupo, organizó nuestra representación en la convención”. Cierra Magdaleno comentando que “nosotros acopiábamos el material humano y ella lo discernía y calificaba”.
Dentro de la desigual contienda, los jóvenes varias veces fueron golpeados por los provocadores enviados por el callismo. Ricardo Cortés Tamayo, al respecto, evoca una de esas ocasiones, un tercer maltrato, que tuvo lugar en el Jardín de San Fernando, “al brillo nocturno de la espada de Vicente Guerrero y la cercanía del mausoleo sagrado de Benito Juárez” en la que los estudiantes fueron salvados por la valiente intervención de María cuando, después de tomar como tribuna la tapa de un bote de basura de gran tamaño colocado en la acera de enfrente, “apareció el escuadrón de choque de Santa Catarina. Enrique Ramírez y Ramírez remplazó (a Cortés Tamayo) en la tribuna y lo hizo tan severamente contra la imposición y sus esbirros que el escuadrón no esperó más, se nos echó encima a bastonazos de fierro forrados de goma y quién sabe cuántas cabezas se hubiesen quebrado si no aparece María de los Ángeles (…) y reprochó con palabras durísimas a los agresores”.
Según Alfonso Taracena, en vísperas de las elecciones y ante la inminencia del fraude, “Vasconcelos, a pesar de tener una escolta gobernista que lo rodeaba y seguía a todas partes, urgía a los comprometidos a levantarse en armas”.
La excitativa no tuvo eco y tras la derrota y el exilio del Maestro de América, vino la desilusión: “La pobre María de los Ángeles Farías aulló otra noche, estrafalariamente, frente al Teatro Lírico, que el único presidente era Vasconcelos y que México debía, si aún quedaba algún sentimiento de honor nacional, mantener viva la protesta contra el fraude”.