Luego de que Rosa Espino fuera admitida en el Liceo Hidalgo, Anselmo de la Portilla le dijo a uno de los editores que la habían dado a conocer, Vicente Riva Palacio: “Para escribir como (ella) escribe se necesita tener alma de mujer, de mujer virgen. Esa ternura y ese sentimiento no los expresa así jamás un hombre”. La fama de Espino continuó creciendo durante 1873 y 1874. Se había vuelto musa de poetas incipientes que buscaban su favor en rimas y versos.

Los temas preferidos de Rosa eran la naturaleza, el amor, el sueño; pero también tenía una faceta patriota y escribió poemas a Hidalgo y demás insurgentes, por lo que fue incluida en el “Romancero de la Independencia”, junto con escritores de renombre, como José María Vigil, Guillermo Prieto, Ireneo Paz, Gustavo Baz y Manuel Gutiérrez Nájera.

En 1875, el furor por Rosa Espino comenzó a decaer. Ya no publicaba versos y sus admiradores parecían estar ocupados en cosas más tangibles, además, comenzó a crecer el rumor de que la sensibilidad y belleza de la poeta eran resultado de la imaginación de un tercero. Como fuera, el misticismo tras la autora era innegable. Ante esto, Francisco Sosa compiló los sueltos de la jalisciense en una antología que tituló Flores del alma. La edición se agotó: “Magníficamente impresa (…) se acaba de dar a luz la colección de poesías de Rosa Espino, poeta o poetisa jalisciense, pues parece que el verdadero autor se oculta modestamente bajo un seudónimo”. En ese momento se reconoció el genio creativo, pero no se volvió a aludir a la provocativa belleza de la escritora.

Pocos años después, el mismo Sosa realizó una edición de poesía de Vicente Riva Palacio. Al igual que con la poesía de Espino, Sosa se esmeró en realizar un prólogo que entusiasmara a los lectores. Para los textos de Riva Palacio, el prólogo discurrió sobre un secreto que a Sosa le apremiaba contar y, en vista de que los poemas del militar hablaban por sí mismos, fue de lleno a la narrativa: “Redactábamos en 1872 varios amigos y yo un periódico político: El Imparcial. Siguiendo la costumbre establecida entre nosotros, amenizábamos las publicaciones con piezas literarias nacionales y extranjeras, en los números de los domingos, y creímos que, para imprimir a la sección consagrada a las bellas letras, cierto interés, nada sería más a propósito que suponer o fingir la existencia de una poetisa mexicana, ocultando su personalidad en el misterio de un seudónimo. Encargose el general Riva Palacio de escribir las poesías, y lo hizo con tan feliz éxito, que en breve el nombre de la incógnita cantora era repetido con entusiasmo, no ya por los simples aficionado al arte y por las damas, sino por los literatos de renombre”.

El mismo Riva Palacio, quien conservó el diploma del Liceo Hidalgo, reconoció que tuvo “temor de que, al descubrirse la personalidad de Rosa Espino, hubiera un movimiento de enojo contra mi persona por la parte de burla que implicaba toda la trama, pero cuando por fin se supo la verdad, mis compañeros literatos rieron de buena gana”. No obstante, “no todo fue miel sobre buñuelo, pues no faltó quien desahogara sus cóleras criticando mi persona, en especial por escribir bajo seudónimo mujeril: ‘Nació para correr tras las pesetas/ y asegurar la cotidiana sopa/ gastar carruaje; visitar Europa/ y haciendo de mujer zurcir cuartetas’”. Así, la opinión se dividió entre los que apreciaban el valor literario sin importar el autor y los que condenaron la actuación del militar.

El paso de Rosa Espino por las letras nacionales dejó una huella profunda; aún hoy, con ingenuidad o ignorancia, la Fundación para las Letras Mexicanas sostiene que la bella quinceañera existió y que falleció en 1900.

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