Durante la segunda mitad del siglo XIX, nuestros círculos literarios se conformaban en diferentes organizaciones o clubes de prestigio; acceder a ellos significaba un ascenso en la escala social. En las páginas de los diarios se consagraban las nuevas promesas de la literatura, por lo que no era extraño que los editores recibieran constantemente cartas de noveles autores que pedían una oportunidad para demostrar su talento.

A finales de 1872, “El Imparcial”, editado, entre otros, por Vicente Riva Palacio, recibió los manuscritos de una joven jalisciense que, con vehemencia, suplicaba por la publicación de sus poemas: “Muy apreciable señor mío; dedicada al difícil estudio de la poesía desde hace algún tiempo, no me había atrevido a publicar mis humildes producciones por temor de que no fueran dignas de la ilustración pública; hoy me decido a hacerlo, aunque con temor, porque así me lo ruegan personas a quienes por gratitud estoy obligada. Me permito manifestar a usted que tengo 16 años”.

La temerosa remitente firmó como Rosa Espino y pronto embelesó a los lectores. Más de un diario anunció que a la brevedad publicaría sus versos: “Estamos persuadidos que el público verá con benevolencia las tiernas ideas de un corazón de quince años”. Así, sus estrofas aparecieron en medios como “El Siglo Diez y Nueve”, “La Reconstrucción” y “El Federalista”, los cuales alimentaron la especulación sobre la fisonomía de la autora de tan delicados versos: “Bésame con el beso de tu boca. / Cariñosa mitad del alma mía; / un solo beso el corazón invoca, / que la dicha de dos me mataría”.

Para sorpresa de muchos, “los romances, apólogos y cantares de Rosa Espino fueron día a día adquiriendo mayor boga y celeridad”, y las publicaciones y los rumores sobre la poeta crecían. Nadie la conocía, no existían retratos de ella, pero todos estaban admirados por el genio poético de la joven, por consecuencia, se antojaba imaginarla bella y sutil. Algunos aseguraban haber tenido ya contacto con ella. “El Radical” confirmó: “que la ha visto, que tiene 18 años, que es bella, que tiene ojos negros, que tiene un atractivo irresistible, y una melancolía… y una sonrisa… y publica además versos verdaderamente preciosos”. Un reportero de “La Nación” también aseveró haber tenido un encuentro con Rosa: “que ha tenido el gusto de estrecharle la mano y sentarse a su mesa; que pronto se ausentará de esta capital; que ha cumplido ya 19 años; que no es alta pero sí majestuosa; que su color es pálido; que es encantadora cuando sonríe”. Aunque ambas versiones convenían hiperbólicamente en los encantos de la poeta, las edades no coincidían. Estas discordancias no parecían ser relevantes para sus admiradores.

El asombro por la jalisciense fue tal que, el 23 de diciembre de 1872, Anselmo de la Portilla, miembro del Liceo Hidalgo, dirigido en ese entonces por El Nigromante, propuso que Rosa fuera admitida como socia honoraria. La moción fue aprobada por unanimidad. El problema radicaba en que nadie de los presentes la conocía, así que se acordó enviarle el diploma respectivo a través de Francisco Sosa, director de “El Imparcial”. Entre la algarabía, pocos notaron este diálogo entre De la Portilla y Riva Palacio: “—¿Qué pasó Chente?, lo vi muy callado cuando abordamos el asunto de la poetisa. ¿No simpatiza usted con sus producciones literarias? […] —Al contrario, callé porque vi un consenso general en la asamblea. Pero mi admiración más cumplida es para la belleza de la mujer, más, mucho más cuando está adornada por las prendas de la inteligencia”.

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