A finales del siglo XIX, el duelo aún era el instrumento usual para limpiar una honra mancillada. Sin embargo, poco a poco el gobierno empezó a intervenir para contener estos ritos sanguinarios. Muchos fueron los combatientes, pero los periodistas eran los más asiduos; su oficio los llevaba al enfrentamiento verbal que, en algunas ocasiones, terminaba en un lance de pistola o espadas.

En este marco, a media tarde del 23 de enero de 1886, en la estación Río Hondo, camino a Toluca, seis figuras esperaban bajo la luz vespertina. Eran cuatro testigos, un juez y un retador que esperaba a su desafiante. El reportero Henri Henriot sostenía su espada balbuciendo contra su oponente de origen español, José Gándara de Velasco, quien no sólo lo había desafiado, sino que lo hacía esperar hasta el hartazgo. Los padrinos del ausente, Ireneo Paz y Francisco Macedo, intentaban atemperar los ánimos del francés asegurando que su ahijado tendría una buena excusa, pero el sol menguaba y no se advertían señas del contrincante.

Con el afán de sostener la dignidad de Gándara de Velasco, Paz y Macedo se acercaron al juez del duelo, el célebre general Sóstenes Rocha, y ofrecieron que alguno de ellos librara el encuentro, el cual se había pactado con espadas y sería detenido a la primera sangre, por lo que el riesgo no parecía de muerte, aunque la primera herida podría ser letal. Los adversarios aceptaron, pero Rocha no permitió que las reglas de la caballerosidad llegaran a tanto y se acordó firmar un acta sobre el incumplimiento del retador. Henriot deseaba verter en el documento injurias sobre la credibilidad del oponente y los representantes insistieron en la lid para no asentar tales improperios. En conclusión, resultó un informe sin insultos que a nadie dejó contento, y una pregunta quedó en el aire: ¿dónde estaba Gándara de Velasco?

El español llevaba más de cuatro horas rumiando su mala suerte en la prisión. Alguien, al parecer un sacerdote, había dado parte de la justa y Gándara fue detenido por la policía, de acuerdo con lo indicado en el artículo 587 del Código Penal. En la prensa se criticó este acto: “Fuerza decir también que la autoridad procedió mal aprehendiendo a uno solo de los contendientes, pues si no podía asegurar a los dos no debía exponer a uno de ellos a pasar por cobarde ni a sus padrinos a sostener por delicadeza un lance que no les correspondía”.

Una nueva trifulca se originó al día siguiente, cuando Gándara buscó, fuete en mano, a su insultante. Ambos se abrazaron en sincera riña y la rebambaramba popular no se hizo esperar. El encontronazo terminó con una herida en la cara del francés y con ambos extranjeros en la cárcel. Tras las rejas, el inspector de policía llamó a los padrinos para que dieran fe de que los revoltosos saldrían bajo el juramento de no volverse a enfrentar. La muina del español se derivó de un comentario publicado en el Petit Gaulois, en el que Henriot expresó que la colonia española no se sentía identificada con el diario que Gándara dirigía. El galo aseguró que ello lo decía por la opinión negativa que el español había externado sobre la ópera francesa.

Aunque el fallido duelo terminó aquí, la rivalidad entre ambos periodistas continuó; un año después, Gándara volvió a quejarse de Henriot, pero, esta vez, hizo publicar en diferentes rotativos una petición para que el francés fuera remitido por dos meses a prisión o a pagar una multa. En el fondo, los dos querían resolver sus diferencias con sangre, pero esto ya no fue posible. Al final, tanto el Estado como los caballeros, comprendieron que, con vidas cobradas, no se media el honor.

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