Nadie se atrevería a poner en tela de juicio las dificultades que acarrea el construir y sobreponerse a los finales; sin embargo, los inicios también guardan cierta complejidad. Por ejemplo, la selección de un título es tan difícil como la formulación de los argumentos que dan fin al universo de un texto. Así, las palabras que componen el título de esta entrega tienen una doble función: por un lado, buscan homenajear la última columna que publicó David Huerta en este mismo medio; pero, por el otro, en línea con una de sus múltiples acepciones, intentan ampararme ante la pérdida de nuestro poeta.

Mi amistad con Huerta germinó gracias al amor por la poesía del siglo XX y, en particular, de la de Octavio Paz . Al respecto, recupero una anécdota narrada por él sobre su participación en un festival al que se invitó a Nicanor Parra, quien no pudo asistir, en la que destacan su característica humildad y el asombro ante los pequeños detalles: “(…) decidí utilizar el tiempo que me tocaba para leer versos del ausente; cuando concluí mi lectura, fui módicamente aplaudido. Vean ustedes lo que ocurrió luego. Cuando terminé de leer unos cuantos antipoemas y me retiré del escenario, Paz me dio un abrazo y me dijo: ‘Muy bien, Huerta, muy bien’. Fue la única persona de ese festival que me dijo que mi homenaje al antipoeta chileno tuvo sentido. Estoy seguro de que Parra nunca se enteró. Por un instante me vi junto a esos dos poetas inmensos y sentí una alegría recóndita, solamente mía”.

Christopher Domínguez Michael en su nota “David Huerta: palabras mayores”, rememora un pleito entre Guillermo Sheridan y el poeta, “tras un cómico circunloquio por Coyoacán del que (fue) asombrado testigo y fallido árbitro” derivado de un desacuerdo por el formato de Aurora roja, recopilación de las crónicas juveniles en tiempos de Lázaro Cárdenas de su padre, Efraín.

A pesar de que no tuve parte en este altercado, sí tuve el honor de ver su reconciliación, favorecida por la sabiduría, el amor a la literatura y a la camaradería incondicional que David prodigaba. Pero, sobre todo, fui un afortunado convidado al último encuentro entre ellos, en una mesa de las mismas calles de Coyoacán.

En mi carácter de notario de esa memorable tarde, di fe que ambos escritores coincidieron que El último jinete de Verónica Murguía era de lo mejor que la narrativa mexicana había producido. “Cómpralo y léelo”, me dijo David. “Si te gusta, me comprometo a intercambiar tu ejemplar por uno firmado por la autora”. Ahora, a la primera oportunidad, tendré que pedirle a Verónica que honre la promesa de su marido.

Si algo distinguía a David era su generosidad. Conservo como un tesoro los libros que me regaló y dedicó: “Para Ángel Gilberto Adame, espíritu esclarecido y minervino, con el mayor afecto”. Gracias a él, a su tenacidad y paciencia, Octavio Paz en San Ildefonso, texto que responde por qué las cenizas del joven de Mixcoac fueron depositadas en el antiguo convento, vio la luz, en particular cuando Sheridan y yo, como coordinadores, ante las incontables trabas burocráticas, estuvimos a punto de claudicar.

Pero quizá lo que más extrañaré de David será el placer de charlar. Una tarde de verano que compartimos con él Rodrigo García Galindo y yo, tras recontar las librerías de viejo que había que conocer, nuestra conversación mutó al alicaído ahuehuete de Paseo de la Reforma. Tras despotricar contra el gobierno, le hicimos prometer que escribiría en EL UNIVERSAL sobre “ese árbol malhadado”. El ofrecimiento se cumplió el 30 de junio con “La llave de plata”.

La partida de David me hace cuestionarme el valor de la amistad. Gente como él debería tener prohibido irse. Su ausencia duele dos veces más.

para recibir directo en tu correo nuestras newsletters sobre noticias del día, opinión, planes para el fin de semana, Qatar 2022 y muchas opciones más.

Google News

TEMAS RELACIONADOS