A pesar de que, en el balance del año 1880, Ignacio Manuel Altamirano no había logrado interesar mayormente a los pasantes inscritos en su curso de Elocuencia y Bellas Literaturas, enfrentó su segundo año como docente en la Escuela Nacional de Jurisprudencia con renovados bríos. El maestro estaba convencido que: “El abogado de nuestros tiempos es cierto que sale de las aulas sabiendo algo más que recitar frases latinas, (…) pero también es cierto que sale ignorando por completo las más triviales reglas del bien decir y que en la mejor ocasión pierde un litigio tan sólo porque no supo presentar los argumentos revestidos con todos los seductores atavíos de una dicción fácil y elegante o tan sólo porque su falta de hábito de hablar en público le hizo dejar sin réplica un sofisma de su contrario”.
Sin embargo, la malquerencia que le tenían los miembros de la comunidad escolar provocó que cada nueva iniciativa de Altamirano, fuera censurada. Así, unos estudiantes lo denunciaron por “su intención de cambiar las mejores y más raras obras que poseemos en la biblioteca, por otras de derecho, que es fácil adquirir en todas las librerías”. Ante la infamante acusación, respondió:
“En efecto, examinando por primera vez la Biblioteca de la Escuela de Jurisprudencia, manifesté mi intención de proponer (…) el cambio de cinco obras que allí vi, y que no parecen necesarias, por otras que sí lo eran, que allí no existen, y tienen mayor valor real y estimativo. Esas obras no eran para mí, que no las necesito, ni hago comercio de libros, sino para la Sociedad de Geografía y Estadística, de la que soy presidente (…). Porque efectivamente, lo natural es pensar que, en una Biblioteca de Jurisprudencia, están mejor colocados los libros de derecho que los Viajes del capitán Cook o la Historia plantarum de Hernández (…). Pero la carta de los alumnos nos convenció de lo contrario y vemos que ciertamente las observaciones sobre el mar glacial y la descripción del chayote y del cacahuate, de Hernández, son muy a propósito para ilustrar los artículos del Código Civil. En cuanto a lo que dicen los alumnos sobre la pérdida de manuscritos y de obras de gran valía que han sufrido nuestras bibliotecas, (…) creo firmemente que no me alcanza. Yo no he puesto jamás los pies, ni una vez sola, en las bibliotecas públicas, con excepción de la visita que he hecho a la de Jurisprudencia. (…) Jamás he adquirido manuscritos, ni obras de valía. Las pocas obras que poseo han sido compradas a libreros acreditados. No he formado jamás una sola colección de nada”.
Esto desencadenó una andanada contra Altamirano. El hijo del presidente Manuel González, “por motivos de resentimiento, cometió un acto vituperable que Altamirano dejó pasar en silencio: estando éste en su clase, González se llegó al dintel de la puerta y dijo en alta voz, señalándolo: ‘Muchachos: he ahí al hombre de Darwin’, aludiendo a la fealdad proverbial de don Ignacio y a su puro tipo indígena.
“Viendo que ni por dejar de concurrir nosotros a la cátedra de Elocuencia, ni por el hecho que acabo de narrar, ni por medios pacíficos conseguíamos que la clase se suprimiera, y habiéndonos querido obligar a asistir a ella de un modo formal, nos amotinamos en la presencia de Altamirano que abandonó la Escuela en medio de la espantosa gritería y confusión, y algunos naranjazos. Pocos días después renunció al cargo de catedrático o pidió una licencia ilimitada”.
Aunque Altamirano siguió apareciendo en las listas de profesores, no regresó a impartir clases. Lo sustituyó Jacinto Pallares. Al día de hoy, ninguna placa recuerda el paso del guerrerense por la Facultad de Derecho. Por otro lado, desde su muerte en 1904, el Aula Magna de dicha institución lleva el nombre de su sustituto.