A inicios de 1854, Antonio López de Santa Anna era considerado el único hombre capaz de poner orden en el país, a pesar de haber perdido a tres de sus principales colaboradores: Lucas Alamán, Antonio Haro y Tamariz y José María Tornel. “Sin estos brillantes estadistas que refrenaran su exuberancia y aseguraran que el propósito del gobierno no se perdiera en los cada vez más tupidos matorrales de los halagos y adulaciones, los excesos del xalapeño pronto se volvieron demasiado grandes para poderse tolerar”. En ese entorno surgieron brotes de rechazo, por lo que Santa Anna buscó refrendar su simpatía entre el pueblo. Así, el 20 de octubre, convocó a un plebiscito con objeto de inquirir a la opinión pública sobre la continuación de su mandato.

Su ministro de Gobernación justificó la decisión de acatar el escrutinio del pueblo: “El general presidente (…) creyó de su deber como mexicano sacrificar su doméstica tranquilidad a las nuevas exigencias de la patria, y sometiéndose a la voluntad general, espontáneamente expresada por sus conciudadanos, ocurrir a consagrar a sus últimos servicios a la República, a quien las ha prestado siempre, y tanto en la aciaga como en la próspera fortuna, llevado de un patriotismo de que entiende haber dado notorias pruebas, y de cuyos sentimientos puede lisonjearse de no ceder a ninguno”.

Esta medida fue aplaudida por sus incondicionales: “Se revela el más eminente patriotismo y heroica abnegación de Su Alteza Serenísima (SAS), que por el voto de la nación se encuentra hoy rigiendo sus destinos, y se previene que el día señalado se reúnan en juntas populares todos los ciudadanos de cualquier clase y condición que sean, que estén en el pleno ejercicio de sus derechos, a emitir sus votos con entera libertad”.

El 1° de diciembre se celebró la llamada “apelación al pueblo”. Muchos anticiparon el resultado: “Ya que se nos permite hablar, diremos que no había necesidad de esto, una vez que el país está íntimamente convencido de que SAS es el único que puede acabar de salvarnos, porque sólo él es superior a nuestras pasiones, sólo él tiene voluntad y firmeza para domeñarlas, sólo su brazo es capaz de guiarnos por el buen camino, sólo sus hombros pueden llevar el enorme peso del gobierno (…). Por todas estas razones, y porque ya es imposible que sea más legítima la potestad que ejerce entre nosotros el general Santa Anna, decimos que no había necesidad de apelar otra vez al sufragio popular, que no ha de ser probablemente sino una nueva ovación hecha al esclarecido presidente, muy justa y muy merecida sí, pero de todo punto innecesaria”.

Los días posteriores continuaron las alabanzas: “SAS quiere consultar de nuevo a la nación, quiere someterse a su voluntad, quiere que todos los ciudadanos expresen su opinión libremente, y evitarse así hasta el menor escrúpulo en su delicada conciencia. Esta ha sido la causa de la apelación al pueblo, y repetimos que, aunque era excusado tal llamamiento por ser bien conocida la opinión pública, honra demasiado al hombre virtuoso que aleja de sí hasta el menor motivo por el cual pudiera tachársele de ambición hacia su puesto”.

Los resultados no llegaron hasta el 1 de febrero del siguiente año: “A las doce, la población, ansiosa, calmó su afán al oír los repiques al vuelo, salvas de artillería y cohetes que anunciaban el feliz éxito que debía esperarse, SAS continúa por la voluntad de sus conciudadanos, al frente de los negocios públicos”. Así, el 99.07% de los votantes decidió que Santa Anna no estaba sólo y que era indispensable para regir nuestros destinos.

Sólo seis meses después, SAS renunció y se embarcó en el “Iturbide” rumbo al exilio.

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