Tras apurar el cianuro, Manuel Acuña alcanzó la fama que quizás no anhelaba, y su memoria y sus restos se debatieron entre los homenajes, sentidos versos y el surgimiento de sociedades literarias que adoptaban su nombre. La intención final de sus amigos consistía en erigir un monumento que perpetuara la gloria del autor de “Nocturno”.
Juan de Dios Peza recuerda que, pasada la euforia, el túmulo del poeta fue abandonado. El único indicio de sus restos era un ladrillo con las iniciales M. A. y una modesta cruz de hierro en un lote de mediopelo en Campo Florido. Peza le atribuye este humilde homenaje a la misteriosa Celi, uno de los primeros amores de Acuña: “Inquirí con cautela quién lo había construido, y el más entendido sepulturero me dijo: —Una mujer que se llama Soledad; que es lavandera, y que viene seguido; lo mandó poner aquí y lo pagó ella misma”.
Pasaron los años, varios hicieron dinero explotando las obras de Acuña y el monumento prometido no se edificaba. Sumado a esto, los vecinos de la necrópolis se quejaban del hedor que emanaba del panteón de Campo Florido y exigían a las autoridades que desalojaran a los durmientes y clausuraran el camposanto. Para los restos del versificador se propuso el nuevo panteón de Dolores, y se insistió en el mausoleo: “Un periódico recuerda que la tumba del desgraciado poeta Manuel Acuña ofrece un aspecto desconsolador”.
Se inició una colecta de fondos que provocó más versos, pero poca participación: “Tuvo muchos que lo llamaron hasta hermano; y hoy que Agapito Silva, único que parece venerar el recuerdo de Manuel, ha abierto una suscripción para levantar un monumento al inmortal cantor de Rosario y Laura, sólo se han reunido 100 pesos con que coopera Agapito, y tres pesos 29 centavos de personas que estamos seguros ni le conocieron. ¿Y Juan de D. Peza, Luis G. Ortiz, Altamirano, Bianchi, Trejo, Lizaliturri, Javier Santa María, Peón Contreras y otros tantos que llevaron amistad con Acuña y que hoy ocupan magníficos empleos, ¿no podrán desprenderse siquiera de 10 pesos cada uno para realizar tan elevado propósito?”.
Ireneo Paz, que no fue un allegado a él, se sumó al esfuerzo de Silva y llegó a presidir la comisión encargada de conseguir lo necesario. Para ello intensificó la campaña periodística, destacando día a día lo recaudado y quiénes eran los donantes, convenció a los herederos del difunto de representar El pasado, única pieza teatral de Acuña, a beneficio de la causa y, ante la falta de recursos, optó por designar responsables que se acercaran a las esferas políticas más encumbradas en busca de apoyo. Así, Rafael Chousal, secretario del Presidente, fue quien habló con Porfirio Díaz. Otros poetas como Gutiérrez Nájera y Peza también hicieron lo propio con los ministros de Hacienda y Gobernación.
Casi 16 años después de su primer entierro, el bardo fue exhumado, trasladado a su nueva morada y estrenó su monumento. Parecía que descansaría al fin en paz. Esto sucedió el 30 de noviembre de 1889. Uno de los presentes, el periodista Ángel Pola, confesó el extraño ritual que se efectuó durante el acto: “Nos fuimos al antiguo cementerio del Campo Florido, cuatro o cinco compañeros, entre los que estábamos don Ireneo Paz, don Apolinar Castillo y yo. Cuando los enterradores sacaron el féretro, nosotros lo abrimos y encontramos el traje negro del poeta y los huesos todos en su posición normal, pero que se esparcían al menor movimiento. Cerramos la caja y en un carrito nos dirigimos a Dolores. Llegamos ya de noche. El administrador se negaba terminantemente a recibir la comitiva en vista de lo avanzado de la hora, pero después de algunas súplicas, accedió. Los mismos, precedidos por un sepulturero que llevaba un farol para alumbrarnos el camino, llegamos a la fosa. Allí abrimos nuevamente la caja. Y todos, emocionados, dimos un beso al cráneo del poeta… Después yo, cometiendo quizá una profanación, arranqué un diente para conservarlo como un recuerdo. Lo mismo hicieron los demás. El doctor Antonio González encontró en su bolsillo una peseta que guardó y cuidó como un tesoro”.