La pérdida de la mitad del territorio nacional como saldo de la guerra con los Estados Unidos trajo consigo el desánimo nacional. Ante la evidente incapacidad de gobernarnos, muchas voces, como la del influyente Miguel Lerdo de Tejada, incluso pedían nuestra anexión total al poderoso vecino del norte.
En ese entorno, entre 1847 y 1852, se sucedieron cuatro presidentes. El último, Mariano Arista, logró cierta estabilidad con un gobierno moderado, pero una nueva asonada lo echó del poder y trajo de regreso a un viejo conocido de la política mexicana, Antonio López de Santa Anna, quien el 20 de abril de 1853 ya despachaba en Palacio Nacional por sexta ocasión.
Según Will Fowler, su retorno “motivó una plétora de celebraciones, muestras de lealtad y homenajes poéticos. Él era, una vez más, el árbitro favorito de México y la tentación de todos los partidos. Todas las facciones conspiraron y contra conspiraron (…) con la esperanza de que diera preferencia a sus hombres e ideas a la hora de nombrar su Consejo de Estado”.
Los honores al xalapeño no parecían suficientes. Como su ejercicio de facultades extraordinarias debía concluir el 6 de febrero de 1854, “un pronunciamiento del 17 de noviembre de 1853 en Guadalajara exigió que esos poderes se prolongaran indefinidamente”. Las peticiones en ese sentido no tardaron en multiplicarse.
Así, el 24 de noviembre, las más altas jerarquías se reunieron en la ciudad de Puebla, imbuidos del más “alto celo y patriotismo”, actuando “con absoluta y entera libertad”, después “de un maduro y detenido examen, de común acuerdo convinieron y aprobaron los artículos siguientes:
“1º Se declara que no siendo bastante el plazo que señalaron los convenios del 6 de febrero último para el completo arreglo de todos los ramos de la administración pública, se debe prorrogar por el tiempo que fuere necesario, a juicio del Excelentísimo señor presidente de la República general Antonio López de Santa Anna.
“2° Para poder dar cumplimiento al artículo anterior, queda investido el mismo Excelentísimo señor presidente con la plenitud de facultades que ha ejercido hasta hoy, tomando para lo sucesivo el título de Gran Elector de México.
“3° Para el caso de fallecimiento o cualquier otro impedimento que pudiera inhabilitar física o moralmente al Gran Elector para ejercer el mando supremo de la nación, proclamará éste o designará en pliego cerrado la persona que deba reemplazarlo. (…)
“4° En atención a las exigencias bien conocidas del servicio militar y a los merecimientos y relevantes servicios que en todos tiempos ha prestado a la nación su ilustre jefe actual, se declara por voluntad de la misma, Gran Almirante, Mariscal General de los Ejércitos Mexicanos, con el tratamiento de Alteza Serenísima y el sueldo correspondiente a estas dignidades (…).
“5° Esta acta se entregará en mano propia al Excelentísimo señor gobernador por medio de una comisión que lo felicitará como corresponde, por este acontecimiento que tan grato debe ser a todos los mexicanos que desean la felicidad de la nación.
“6° Una comisión llevará un ejemplar de esta acta al Excelentísimo señor presidente de la República y lo felicitará, suplicándole se sirva recibir el nuevo encargo y dignidad que espontáneamente le confieren los pueblos, como un medio de hacer el bien a la nación y como pequeña recompensa de los interesantes y meritorios servicios que le ha prestado”.
Al final, infatuados, los notables a coro exclamaron: es un honor estar con el dictador.