Una serie de preguntas que dicen más de alguien que una larga conversación. El “cuestionario Proust” es la base de la entrevista moderna, pues permite al periodista de manera orgánica, obtener detalles íntimos de la persona con quien dialoga. A pesar de su nombre, no fue el novelista francés quien lo inventó, los orígenes del formato se remontan a un viejo pasatiempo victoriano, el cual Marcel Proust inadvertidamente volvió a popularizar en la época contemporánea.
A principios del siglo XIX en Inglaterra surgen los llamados “álbumes de confesión”, tomos con preguntas en blanco para que varias personas pudiesen contestarlas de maneras ingeniosas. Es de notar la secuencia que seguía, ya que pasaba de cuestiones aparentemente inocuas como “¿Cuál es tu flor favorita?” o “¿Cuál es tu personaje histórico preferido?” a datos de carácter amoroso como “¿Qué cualidad define a tu amado o amada?”, de tal modo que el álbum se volvió un juego recurrente en distintos tipos de tertulias; el saber las intimidades de los concurrentes generó mucho interés. El divertimento consistía tanto en la develación de secretos como en el ingenio que se inyectara en las respuestas, existiendo incluso casos en los que estas se versificaban para luego declamarse.
No tardarían los álbumes en volverse un hito en la Europa continental, particularmente en Francia y Alemania. Una aficionada notable a este pasatiempo fue la primogénita de Karl Marx, Jenny, quien hizo a varios individuos notables de la época contestar el cuestionario, incluyendo a su padre y a su fiel amigo Friedrich Engels. Los fundadores del materialismo dialéctico afirmaron que su idea de felicidad era “luchar” y un vino “Château Margaux 1848”, que su poeta favorito era Shakespeare y que los personajes que más detestaban eran el predicador Charles Spurgeon y Martin Tupper, cursi y olvidado escritor con un tono similar a la actual literatura de autosuperación.
A pesar de tener tantos adeptos, el álbum de confesión fue gradualmente convirtiéndose en una actividad obsoleta gracias en gran medida a la nueva oferta de diversiones que trajo consigo la Revolución Industrial. Para finales de siglo, se le consideraba más bien aburrido y una convención caduca. También hubo quien lo veía como un método socialmente aceptado para inmiscuirse en las vidas ajenas. La narradora canadiense Annie G. Savigny lo describió en uno de sus libros como una “moderna inquisición”.
Durante la Primera Guerra Mundial hubo un nuevo intento de comercializar el álbum, ahora en una edición dirigida a soldados, con algunas preguntas subidas de tono para la época. La edición generó muy modestos dividendos.
Antoinette Faure, hija del eventual presidente francés Félix Faure, aún siendo una niña, entabló una amistad con un tímido muchacho. Su nombre era Marcel Proust. En 1886, Antoinette había adquirido un álbum de confesión el cual le había pedido a su amigo que llenara con sus respuestas. Esta anécdota sería intrascendente hasta casi cuatro décadas después.
En 1924, tras la muerte de Proust, el hijo de Faure, el psicoanalista André Berge, encontró entre las cosas de su madre el álbum firmado por el autor. Este descubrimiento publicado en la revista “Les Cahiers du Mois” causó una auténtica sensación. Berge denostó de inmediato las preguntas en sí en favor del ingenio del novelista, no obstante, los medios franceses tomarían nota rápidamente de su conveniencia y alcance. El ahora llamado “cuestionario Proust” estaba a punto de revolucionar el arte de la entrevista.