Caminar es una actividad que el ser humano suele asociar con la espontaneidad, sin tener claro el momento preciso en que comenzó a ejecutarla ni el esfuerzo que le costó perfeccionarla. En Una historia del caminar, Rebecca Solnit escribió: “La historia corporal del caminar es la historia de la evolución bípeda y de la anatomía humana. La mayor parte del tiempo, caminar es algo simplemente funcional, un medio de locomoción entre dos sitios”.
Reflexionar acerca de las implicaciones de una caminata es algo muy distinto que abandonarse a la mera idea de la movilidad corporal, antes bien, entraña una segunda naturaleza en la cual se entrecruzan la mente, el cuerpo y el mundo en un ejercicio de alineación; además, en una sociedad guiada por la idea de producción y resultados, pensar y caminar son sutiles disidencias que establecen un equilibrio entre trabajo y ocio. Rousseau destacó este vínculo: “Sólo puedo meditar cuando estoy caminando. Cuando me detengo, cesa el pensamiento; mi mente sólo funciona con mis piernas”.
La forma en que una persona camina puede dar cuenta de su edad y condición física, pero también de aspectos suyos mucho menos evidentes como su oficio o profesión, su idiosincrasia, sus convicciones espirituales o su vocación artística. En este sentido, el caminar pasa a formar parte de una historiografía cultural en la que pueden establecerse distintas tipologías de caminares y caminantes distinguidos: Petrarca, cuyos largos paseos lo motivaron a convertirse en el primer alpinista del que se tenga registro; Thoreau, el cual buscaba descubrir a cada paso su vínculo con la naturaleza y la libertad; así como Nietzsche, que hallaba en sus recorridos el aliciente para continuar su labor intelectual.
La propia Solnit se reconoce a sí misma como caminante y señala: “El caminar ha creado senderos, caminos, rutas comerciales; ha hecho surgir sentimientos de pertenencia a una región y a todo un continente, ha configurado ciudades, parques; [...] todavía más, una vasta biblioteca de relatos y poemas sobre el caminar, sobre peregrinaciones, rutas de senderismo y montaña, callejeos y meriendas campestres veraniegas”.
Los filósofos ilustrados del siglo XVIII se esforzaron por atribuirle prestigio a sus habituales traslados a pie, por lo que buscaron en la Grecia antigua una fuente de legitimidad, misma que encontraron en la escuela fundada por Aristóteles. Esta se ubicaba en una larga galería que obligaba tanto a alumnos como a maestros a ir y venir mientras estudiaban, debido a esto los discípulos aristotélicos fueron conocidos como “peripatéticos”, los “que pasean”.
La asociación entre filosofía y caminata se extendió por Europa; prueba de ello fueron el hoy extinto muelle de los filósofos en Kaliningrado, donde se decía que Kant paseaba después de cenar, y el ilustre Paseo de los Filósofos en Heidelberg, famoso por haber presenciado los pasos de Hegel.
Leslie Stephen, filósofo inglés, padre de Virginia Woolf, nos recuerda en su breve libro Los Alpes en invierno. Ensayos sobre el arte de caminar, que el andar no es un deleite exclusivo de grandes pensadores: “Pasear es a las actividades ser recreo lo que arar y pescar es a las industriales, un placer primitivo y simple que nos pone en contacto con la madre Tierra y con la naturaleza a ras de suelo, sin que haga falta un equipo muy complejo ni un esfuerzo extemporáneo”.
Caminar tal vez sea también un reducto de resistencia elegido contra el poder de la enajenación mediática, contra los productos que amenazan el control de nuestro tiempo, nuestro espacio y nuestra corporeidad.