La relación de la Universidad Nacional Autónoma de México con el poder político, en particular con el titular del Ejecutivo, no ha estado exenta de traspiés y sobresaltos. Como bien señala Guillermo Sheridan, esta “manipulación y protagonismo han servido de fácil ruta de acceso al poder (y) no ha generado sino elevación de costos, descrédito moral y un puñado de sinecuras para los líderes (sindicales); y la burocracia, cuyas ambiciones han provocado un cáncer de favores que privilegian a un administrador poderoso sobre un sabio, corrompen la objetividad académica y devalúan sin cesar la eficiencia”.

En sus memorias, Guillermo Soberón narra los difíciles momentos que atravesó su gestión durante el mandato de Luis Echeverría, empeñado este, “harto de la fuerza de la razón, (de) imponer la razón de la fuerza”. Según narra Soberón, el mandamás, para congraciarse con ciertos sectores, buscó imponer un esquema en que el acceso a la educación superior no fuera “por mérito (sino) por ‘derecho’ justiciero, absurda convicción de que obtener un título es tan importante que se justifica ya no ganarlo, sino decretarlo”.

Según recuerda el exrector, en una reunión a principios de 1975, Echeverría criticó a la UNAM, expresando su molestia porque “(la Universidad) no se estuviera ocupando de los problemas de interés en el país y que se mantuviera al margen de lo que la sociedad quería”. Para el sucesor de Díaz Ordaz, la educación superior se había alejado de lo que “el pueblo espera de las universidades, que desempeñen cabalmente la función que les corresponde y que mantengan intacta su autoridad moral e intelectual”.

A juicio de Soberón, “su crítica fue severa, acelerada y fuera de guion”, por lo que, en cuanto concluyó su intervención, tomó el micrófono para expresar su preocupación por que esas declaraciones fueran expresadas por el Presidente de la República.

La animadversión del mandatario se manifestó en su pasividad frente a los sucesos que paralizaron a la institución en diversos momentos del sexenio, en particular por el fortalecimiento del sindicalismo encabezado por el líder eterno, Evaristo Pérez Arreola, quien se apoderó en múltiples ocasiones de las instalaciones universitarias, a la par que el gobierno se aferró a “su actitud de no acudir en auxilio de la UNAM, (argumentando) que no haría nada que pusiera en entredicho su respeto a la autonomía universitaria”. En su informe anual, clarificó su postura: “Frente a la agresión de que ha sido víctima la Universidad, la opinión pública nacional y la comunidad universitaria han señalado que la actitud de las autoridades de esa Casa de Estudios y la del Gobierno Federal constituyen el método más idóneo para superar los conflictos que puedan presentarse. Este camino no es otro que el estricto respeto a la autonomía, el apego a las leyes, el repudio de la violencia y el permanente y sereno empleo de la razón”.

La indiferencia no concluyó ahí. Ante las solicitudes de las autoridades escolares de que no se les pagara el salario a los faltistas, “el secretario del Trabajo (…) respondió que no iba a descontar ningún día porque iba en contra de las normas de un país laborista”.

Quizás el mayor enfrentamiento entre Soberón y Echeverría se dio por la masificación de la matricula. “El gobierno (…) pretendía que admitiéramos a los rechazados, pues afuera representaban un problema por la escasez de empleos. Pretendía que funcionáramos como una ‘universidad-guardería’, ya que le costaba menos que fastidiaran a la Universidad. Quería paliar, a nuestra costa, un problema social”.

La ruptura definitiva de Echeverría con la UNAM ocurrió el 14 de marzo de 1975, ocasión en que una certera pedrada marcó la última vez en que un Presidente acudió oficialmente a Ciudad Universitaria.

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