Ante una secreta y súbita epifanía, el notario 17 de la Ciudad de México, Cipriano Ruiz, dejó todo lo que tenía por alcanzar un propósito más elevado. En 1950, en un auto de alquiler, se trasladó a Nueva Orleans, para subir a un barco carguero. Arribó a Nápoles, luego, por vía férrea, llegó a su destino: el Colegio Pío Latino en Roma. Ahí cambió la escasa ropa que llevaba por las enaguas de seminarista, distantes ya de los trajes lujosos de su vida pasada. Con nueva educación, Cipriano vislumbró la mucha oscuridad que había en su pasado, ya sólo buscaba la luz que necesitaba.
Cuatro años después, José Cipriano Ruiz Bello volvió a nacer el 26 de septiembre. Huatusco fue de nuevo su pueblo natal, pero las circunstancias fueron diferentes. En medio de la expectación de periodistas, antiguos compañeros y lugareños, el exnotario fue ordenado sacerdote: “El licenciado aquel que cruzaba por la vida cargado de culpas con el aspecto singular del hombre poderoso ya no es el mismo. En lugar de sus amigos magnates y políticos, amigos de bufete o de profesión, ahora son modestos y bondadosos curas”.
El día parecía místico; el olor a café se combinaba con los sahumerios y flores de la iglesia, adecuadamente decorada para recibir al arzobispo de Veracruz, quien oficiaría la liturgia y haría la trasmutación de defensor de leyes a soldado de Cristo. Su antiguo camarada de juerga, Carlos Denegri, observó incrédulo cómo el licenciado que solía llegar, a toda velocidad, en autos de lujo al caluroso Huatusco, se prosternaba pasa ser ungido: “así, el hombre muestra su humillación por lo que fue ante el Señor que lo contempla desde el al altar. (…) Cipriano Ruiz llora. Ha llorado mucho. Su cuerpo tendido revela las convulsiones de un llanto profundo y contenido. Minutos más tarde se levanta, incorporándose simbólicamente en un hombre nuevo; el hombre viejo para siempre lo abandonó en esa postración dolorosa de la materia ante el poder del espíritu. Termina el canto litúrgico. (...) Allá por las avenidas del pecado en la monstruosa ciudad, una silueta apenas perceptible, con aires de poderoso, huye entre las sombras: el diablo de Cipriano Ruiz se pierde en la esquina de Juárez y San Juan de Letrán”.
Como clérigo, sus acciones también fueron prometedoras, cual antaño sus logros notariales. Ubicado en el seminario de Veracruz realizó gestiones importantes y llegó a celebrar misas en la Basílica de Guadalupe. Pero su alma, aún rodeada de bienes materiales, pretendía lograr mayor sacralidad. En mayo de 1959, con apenas un lustro de profesar su vocación tardía, Cipriano Ruiz Bello falleció debido a un accidente automovilístico: “Hizo un viaje a México para arreglar asuntos de su ministerio. Regresaba a su seminario la noche del día 15. Tres personas viajaban en el jeep. El padre Ruiz iba sentado en el lado derecho. La noche oscura. Sin luna. En la carretera un camión estaba parado sin luces. El conductor quebró violentamente su volante para librar el obstáculo. Un fuerte ruido y luego silencio y una nube de polvo. La parte derecha del jeep había sido despedazada”.
La nueva llamada del Señor, esta vez a su reino, dejó sin aliento a sus conocidos. El sepelio fue igual de fausto que su unción sacerdotal y la oración fúnebre estuvo a cargo del padre Emigdio Glennie Belaunzarán. El gremio notarial lo recuerda, hasta la fecha, como un individuo determinado y con visión en cualquier empeño que se dispusiera.