A mediados de 1922, las leyes mexicanas y el jurado popular se enfrentaron a un caso que, una vez más, dividió a la opinión pública. La protagonista fue María del Pilar Moreno Díaz, quien a sus 15 años estaba a punto de consagrarse como una heroína para algunos, como la villana para otros. Su tragedia comenzó la tarde del 24 de mayo, cuando Jesús Z. Moreno, diputado, director de El Heraldo y padre de Pilar, y su compañero, el legislador Francisco Tejeda Llorca, tuvieron una acalorada discusión que concluyó con la muerte de Moreno.
María del Pilar y su madre lloraron y enterraron al occiso, no sin levantar voces y demandas contra el homicida, para quien pedían un castigo a la altura del hecho. Sin embargo, cosa usual en nuestro país, Tejeda gozaba de fuero y de la alta estima del poder. Los ruegos de la huérfana llegaron hasta Álvaro Obregón y la negativa del mandatario la llevó al Congreso, donde la respuesta fue que “no había quorum” para debatir el tema.
Sin más camino que recorrer, la joven optó asir la venganza con sus propias manos. El 10 de julio, alrededor de las 11 de la mañana, María del Pilar salió de casa con dirección a la iglesia de la Sagrada Familia. Al pasar por la calle de Tonalá, reconoció al asesino: “No sé qué sentí al verlo; pero como un rayo pasó por mi imaginación la figura de mi padre, cuando lo vi tendido en la plancha de la Cruz Roja”. Acto seguido descendió del coche y enfrentó a Tejeda, quien conversaba con un grupo de personas. “¡Máteme como mató a mi padre, exigió la señorita, al tiempo que forcejeaba con él!” Segundos después se escuchó una seguidilla de disparos de un arma que empuñaba la atacante, misma que le había obsequiado su padre y que, según explicaría más tarde, portaba por temor a que ella y su madre fueran atacadas en ausencia de un jefe de familia.
Aunque todo parecía estar en contra de la indiciada, la autopsia demostró que el cadáver tenía balas de diferentes calibres, por lo que la acusada no fue la única agresora, además los testigos no dudaron en advertir que la conducta de Tejeda no estaba cerca de ser pacífica, pues antes de abrir fuego, el diputado la había amagado y asestado algunos golpes. Tras ser detenida, la joven relató que su plan original consistía en enfrentar a Tejeda y pedirle que la matara, creyendo que si eran dos las muertes que pesaban sobre él, la justicia quizá sería expedita.
No obstante la simpatía popular y la diversidad en las evidencias, se le dictó auto de formal prisión siete días después. Su abogado interpuso un amparo a fin de permitir que su cliente enfrentara el proceso en libertad, pero ella decidió que no se pagara la fianza a cambio de su liberación y que el juicio siguiera su cauce: “¡Podía ser libre ya, abandonar la celda en que he pasado los últimos días; pero rehusé hacer uso de esa libertad, porque no quiero que la sociedad me juzgue mal y prefiero que en el jurado se dicte la última palabra sobre mi suerte”.
Su caso involucró a litigantes importantes como Querido Moheno, quien, con el dramatismo que imprimía a sus alegatos, construyó prolegómenos en favor de su causa, donde el acento estaba puesto en que la justicia no se administra adecuadamente. Con esos elementos, el jurado emitió el veredicto de inocencia. Ya liberada, María del Pilar no tuvo más problemas jurídicos, murió en 1988, pero en el recuento de su vida, el caso penal en que se vio involucrada marcó un precedente de rebeldía en la historia de la administración de justicia.