“Informo a todos los musulmanes valientes del mundo que el autor de Los versos satánicos, un texto escrito, editado y publicado en contra del Islam, el Profeta del Islam y el Corán […] está condenado a muerte”. Así se decretó la fatua contra Salman Rushdie. Estas palabras pronunciadas por el líder de una nación que le era ajena, a partir de una fe de la que nunca estuvo convencido y a causa de un libro que, de hecho, revindica en gran medida al pueblo musulmán, cambiaron por completo la vida del escritor indio. Así, asumiendo el pseudónimo de “Joseph Anton”, vivió de incógnito, más no anónimo.
Quizá los hábitos hicieron que se creara un aura de seguridad, al grado de ver su condena de muerte como un mero juego retórico; cada tanto llegando una suerte de “tarjeta de San Valentín” de parte del gobierno de Irán, recordándole que aún seguía sentenciado. A partir de esta rutina es que empezó a volver a asomarse a la vida pública. Incluso yo lo pude saludar en el Hay Festival de Xalapa.
En 2022, con una seguridad en extremo relajada, Rushdie estaba por dictar una conferencia en Chautauqua, Nueva York, cuando un hombre lo apuñaló. Un sujeto que admitió haberse leído, cuando mucho, dos páginas del libro maldito.
Es a consecuencia de todo esto que Rushdie publicó su segundo libro de memorias, Cuchillo, un recuento de lo que siguió después de casi morir, donde preponderan dos cosas: el cómo nos enfrentamos a la muerte, sobre todo si esta es súbita, y las convicciones que sostenemos hasta el final; en el caso del autor de Hijos de la medianoche, la libertad de expresión fue el valor al que se aferró cuando todo parecía acabar.
El libro de memorias relata los sentimientos contradictorios que surgen en una situación límite, describiendo sus impresiones del atentado: “¿Por qué no luché? ¿Por qué no hui? Me quedé quieto como una piñata y dejé que él me destrozara. ¿Tan flojo soy que no pude hacer ni el menor intento de defenderme? ¿Tan grande era mi fatalismo que estaba dispuesto a entregarme sin más a mi asesino?”.
El resoluto ateísmo del narrador lo aproxima a una concepción materialista de su propia mortandad, lo cual lejos de aterrarlo, enalteció a la literatura como un acceso a la libertad: “¿Me inventé mi propio limbo para luego descubrir, dos décadas más tarde, hasta qué punto había sido un idiota? ¿Me había puesto yo mismo, por decirlo así, a disposición del cuchillo? […] Me dije a mí mismo que la verdadera estupidez es lamentar cómo había sido tu vida, porque la persona que así se lamenta ha sido moldeada por esa vida que a posteriori deplora”.
El infierno no es ninguna locación metafísica, sino una condición de subordinación y silencio, donde hay que hacer una suerte de “mea culpa” para expresarse. Sobrevivir no sólo era mantenerse con vida a como diera lugar, sino vivir sin censuras ni miedo a escribir o decir lo que se desee, el poder salir a la calle a pesar de la lista de personajes que decidieron, arbitrariamente, que se merece morir por un texto que no les gustó: “Solamente pensaba en la supervivencia, que para mí no sólo significaba permanecer vivo, sino también recuperar mi vida de antes, la vida de libertad que tanto me había esmerado en construir durante los últimos veinte años”.
Cuchillo demuestra que en el momento en el que se mete el miedo en la ecuación, la libertad está en juego: “Fue en esos escenarios donde aprendí la primera lección de lo que es expresarse con libertad: que uno debe darla por sentada. Si temes las consecuencias de lo que estás diciendo, entonces no eres libre”.