Al triunfo de la rebelión de Tuxtepec encabezada por Porfirio Díaz, las hostilidades entre Ireneo Paz y José Martí se interrumpieron debido a que el cubano se vio obligado a emigrar el 2 de enero de 1877. Ese silencio se quebró el 17 de marzo de 1878, cuando el periodista jalisciense dedicó unas cuantas líneas a “una pequeña obra de José Martí sobre Guatemala” y la calificó de “una lacónica reseña de todos los elementos materiales e intelectuales con que cuenta aquella nación para su prosperidad. Describe Martí con la frase nerviosa con que caracteriza su estilo, la belleza natural de la tierra hospitalaria en que hoy reside”.
En dos ocasiones más, el cubano y el mexicano se encontrarían, aunque las circunstancias serían completamente distintas, lo que los haría enterrar el hacha de guerra. El primer momento fue en el verano de 1885, en Nueva York, donde se saludaron con simpatía. De esto daría constancia Ireneo más tarde, al dar cuenta que recibió una novela de Hugh Conway, “traducida al español por nuestro querido amigo y antiguo compañero José Martí”. La última vez fue en París, cuatro años después, durante la inauguración de la Torre Eiffel en la Feria Mundial. De este evento, el poeta realizó una sentida e histórica reseña del pabellón mexicano.
En 1895, con el asesinato en Dos Ríos del autor de Amistad funesta a manos del ejército español, Ireneo no intentó construir una relación falsa, claro tenía que no habían sido cercanos, sin embargo, las acciones del libertador calaron hondo y en La Patria, periódico del jalisciense, apareció un texto que abarcó la mitad del diario. El ensayo “Cuba debe ser mexicana” señalaba la cercanía de la isla con México, su hermandad y apoyo, por lo que se concluía España debía conceder la unión de las naciones y liberar el suelo cubano, deseo que Martí nunca pudo ver realizado: “Esto podrá parecer un pretexto o una puerilidad lega; pero bien considerado se verá que, sin ese requisito, podría suponerse que España cedía, no a una justa demanda de los cubanos interpuesta con la mediación de una potencia amiga de la española, sino a la imitación de un pueblo sublevado y protegido por una nación poderosa y, como corolario a lo anterior, que se fijaba la suerte futura de la isla sin las formalidades exigidas por el artículo 108 de la Constitución. Hoy, el estado de los sucesos es otro, bien distinto por cierto de aquel en que se siguieron las negociaciones aludidas, toda vez que los diputados de la isla se hallan en las Cortes. Las consideraciones hechas hasta aquí demuestran sin dejar ningún género de duda, que la cesión de la isla de Cuba a la República Mexicana, conciliando todos los intereses, sería la obra más digna de aprecio y nombradía de nuestro siglo: a realizar tan benéfico propósito debe, pues, consagrar la diplomacia sus impulsos más generosos y sus más hábiles esfuerzos; y España, América y el mundo respetarlo, como un monumento de humanidad y de justicia levantando a la gloria de nuestra raza”. Quizá Martí no hubiera estado tan en desacuerdo con esta proposición, después de todo, el mismo poeta lo llegó a mencionar en su estancia en México: “si yo no fuera cubano, quisiera ser mexicano”.
Con esta quimera, Ireneo Paz se despedía de José Martí, con quien las circunstancias lo enfrentaron, pero el sentimiento de libertad y el combate por las causas justas los unió más allá de los pasados lances, donde era más fácil cultivar ortigas que rosas blancas.