Hacia 1943, Pierrette Jeanne Poli y sus dos hijas Madeleine y Marie José Tramini se mudaron a Mequinez (en francés, Meknès), una ciudad al norte de Marruecos, cercana a Casablanca, Fez y Rabat y a casi 300 kilómetros del Tánger.
Los primeros habitantes de Mequinez fueron los meknasíes, una tribu bereber que le dio nombre al lugar. En el siglo XVII, el sultán Mulay Ismaíl estableció ahí la capital del país, mandó edificar sus murallas y sus magníficas puertas. Sin embargo, la muerte del monarca hizo que la ciudad decayera hasta perder el título.
El historiador Pierre Aubree destaca los atractivos del lugar:
“La actividad de la ciudad y su región se afirma de manera concreta y espectacular por la Feria de Mequinez, que ocupa un lugar preferente en el calendario de los grandes eventos económicos del Protectorado. […] Esta Feria es una notable ilustración del desarrollo de la tierra marroquí. También da testimonio de la actividad comercial e industrial sin la cual el esfuerzo agrícola no hubiera podido crear la metrópolis regional que fue la [del general Joseph François Poeymirau], el legendario pacificador del Medio Atlas y que vemos crecer cada día, digna de su glorioso pasado, del futuro que juntos estamos construyendo. El rostro moderno de Mequinez está dibujado por una gran cantidad de arquitectos que saben cómo colocar casas de proporciones felices en un entorno muy hermoso. La montaña de Zerhoun sirve de telón de fondo al paisaje, y Mequinez, a pesar de su actividad, es una ciudad humana y serena, donde el hombre se encuentra a gusto”.
Desde 1906, Francia controlaba al país africano. En virtud de la Conferencia de Algeciras, los galos se apropiaron de los bancos, la aduana y la policía. Seis años después, el Tratado de Fez convirtió a Marruecos en un protectorado, hizo oficial la colonización y la edificación de modernas “Villes Nouvelles”.
El diseño de estos espacios era muy distinto a los cascos históricos locales, “con escuelas francesas, iglesias y señoriales avenidas con nombres de generales. No se escatimaron gastos para que los recién llegados se sintieran como en casa, lo cual hizo su presencia aún más mortificadora para los marroquíes, que pagaban las facturas con sus impuestos, hacían casi todo el trabajo y continuaban viviendo en hacinadas medinas con escasa dotación de servicios”.
En El cielo protector, Paul Bowles esboza un retrato de los lugareños:
“¿Serán amistosos? Sus rostros son máscaras. Parecen todos milenarios. La poca energía que tienen no es más que el ciego deseo de vivir, común a las masas, ya que ninguno de ellos come lo suficiente para adquirir fuerza propia. Pero ¿qué piensan de mí? Seguramente nada. ¿Me ayudaría alguno si tuviera un accidente? ¿O me quedaría tumbado aquí en la calle hasta que me encontrara la policía? ¿Qué motivo podría tener alguno de ellos para ayudarme? No les queda ninguna religión. ¿Son musulmanes o cristianos? No lo saben. Conocen el dinero y cuando lo consiguen lo único que quieren es comer”.
En ese entorno, Madeleine y Marie José ingresaron al Le Lycée Poeymirau, que en la década de los 40 contaba con casi 600 estudiantes, era una institución muy reconocida por su sección técnica, que incluían talleres de ensamblaje y carpintería.
Las palabras son puentes:/ la sombra de las colinas de Meknès/ sobre un campo de girasoles estáticos/ es un golfo violeta./ Son las tres de la tarde,/ tienes nueve años y te has adormecido/ entre los brazos frescos de la rubia mimosa.
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