Hasta 1966 era usual que el Presidente de la República acudiera a Ciudad Universitaria a presidir la ceremonia de inauguración del año escolar (en esa época todavía no existían los minisemestres). La ignominiosa salida de la rectoría del doctor Ignacio Chávez, soliviantada desde Los Pinos, y los trágicos sucesos de 1968 y 1971, terminaron con esa costumbre.

A la mitad de su sexenio, Luis Echeverría intentó restaurar las visitas. A mediados de 1974, sin mayor aviso, ingresó a San Ildefonso, sede de la antigua preparatoria y “efectuó un recorrido veloz dentro del edificio, a zancadas presurosas; su gente apenas podía seguirlo. Estuvo unos cuantos minutos y salió con la tranquilidad de haber visitado una dependencia universitaria. Como las noticias eran controladas y pagadas (…) se le quiso dar a la visita un sentido de trascendencia”.

Con este antecedente, el sucesor de Díaz Ordaz se empecinó en acudir a un acto oficial en la UNAM. En sus memorias, el entonces rector Guillermo Soberón narra los pormenores de estos sucesos. “En los días subsecuentes comencé a recibir presiones de gente allegada al gobierno, en el sentido de que la Universidad (lo) invitara. (…) Me hice el desatendido cuanto pude, pero poco después (…), en una reunión de trabajo con varios secretarios de Estado, alguno de ellos me preguntó: ‘¿Cuándo irá a la UNAM el presidente?’ ‘Pues no sé —respondí—, la verdad no es algo que nosotros busquemos. Tenemos graves problemas en que ocuparnos y no veo para qué hacer crecer nuestra lista de preocupaciones’”.

A pesar de esta evasiva, el apremio aumentó. En febrero de 1975, el secretario de Gobernación trasmitió la petición oficial. “Sin preámbulos, me comunicó que el Presidente quería visitar la Ciudad Universitaria y que sabía que yo había expresado que debía hacerlo en condiciones que fueran aceptables para los universitarios (…) Dijo que Echeverría estaba dispuesto a aceptar mis disposiciones con tal de ir y propuse que analizáramos cómo evitar hacer un acto artificial. Me era claro que no había manera de disuadirlo”.

Después de consultarlo con sus colaboradores, Soberón sugirió tener una reunión previa entre un número significativo de universitarios y el mandatario, la cual tendría como sede el Palacio Nacional. La idea fue aceptada y, a pesar de algunos sobresaltos durante el encuentro, Echeverría sostuvo su pretensión de acudir al campus. Al conocerse la noticia, la discusión escaló de tono, y se debatió si la junta únicamente debía tener un carácter académico o incluso político. “Querían que discutiera con ellos los problemas nacionales y nosotros que inaugurara las clases”. Para conciliar, se acordaron dos actos, propiamente la inauguración de cursos en el Auditorio de la Facultad de Medicina y otro en lugar por designar. Echeverría estuvo dispuesto a acudir a ambos. Así, se hizo la invitación, se acordó la presencia de los medios y aun se pactó la transmisión por televisión.

La fecha se acordó para el viernes 15 de marzo a las 11 de la mañana. Ese día, Soberón se trasladó a la casa presidencial. “Ahí estaban (el secretario de Educación) Bravo Ahuja, el general Castañeda, jefe del Estado Mayor Presidencial, a quien le dije que su presencia no debía ser explícita. Cuando aclaró que su gente tenía que ir, le sugerí que fueran de civiles, no con uniforme militar”.

Parecía que todo estaba en orden. El único reporte de algo anormal era “que había unos muchachos con batas blancas y un morralito a los que no identificaba”. Al no considerar riesgo mayor, en un sólo coche, Soberón, Bravo Ahuja y Castañeda acompañaron a Echeverría a romper con una tradición que había nacido hacía una década atrás al calor del autoritarismo y la represión.

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