El año nuevo es un símbolo de renovación. Su víspera fomenta el anhelo por las oportunidades que vendrán e invita a reflexionar acerca de todo lo que se experimentó desde los primeros meses hasta este punto. Sin embargo, al coexistir con sociedades tan heterogéneas alrededor del mundo, la forma de disfrutar este último día del año está condicionada por la expresión y las costumbres de la cultura que lo celebre.
Al rastrear los orígenes de esta festividad, Jacinto Choza sugiere que nació en “el paleolítico [donde] los ritos primordiales [se enfocaban en la] […] caza y [en la] fecundación-nacimiento. Ambos [se marcaban] por los astros, especialmente por Orión y la Luna […] [pues regían el] momento del surgir y el resurgir de la vida”. De esta forma se construyó una cosmovisión sujeta a los eventos naturales, que se apreciaron más en aquella época, ya que su concepción del mundo se ligó a la vida nómada.
Durante el periodo neolítico “la vida [se volvió] más compleja, [dado que hubo] más ritos, más fiestas, y se [celebraron] en relación con otros tiempos, con otros sentidos del tiempo”. Los sumerios experimentaron este cambio radical. Comenzaron a practicar la fiesta de Akitu, que significa «cebada», pues dicho festejo “se celebraba durante el «corte de la cebada» (a inicios de la primavera, en marzo)”. Esta acción de agradecer por el alimento y la estabilidad se dio gracias al sedentarismo recién adquirido. Así, se estructuró que “las primeras fiestas urbanas [se enfocaran en] el comienzo de la ciudad, la actividad agrícola y la escritura”.
Las fiestas fueron diversificándose con el paso de los siglos, inclusive dentro de un mismo territorio. En México, la cultura purépecha asocia el año nuevo con el fuego. Este elemento simboliza la transformación y el renacimiento. La celebración del fuego nuevo o «kurhíkuaeri k’uinchekua» se da para comenzar el nuevo ciclo anual, según el calendario del pueblo indígena, durante la noche del 1° de febrero y la madrugada del día siguiente. José Merced Velázquez Pañeda especificó: “Cuando la estrella conocida como «el arado» se encuentra en el cenit” se inaugura el siguiente año y también se agradece por la renovación espiritual.
Otro pueblo americano que tiene un festejo singular es el aymara-quechua. Esta comunidad celebra su año nuevo, el «Inti Raymi», del 20 al 21 de junio, principalmente en el Parque Avellaneda, en Buenos Aires, por considerarlo el lugar ritual más importante. Entrada la noche, los participantes acuden a este parque donde se instalan alrededor de uno de los cuatro fogones, los cuales son cuidados por los sikuris. Comparten alimentos y tocan música en espera del amanecer, “momento clave, en el cual se alzan las manos reverenciando al Sol”.
En palabras de Federico Lanzaco, Japón también se caracteriza por sus festividades “[que son un] reflejo de su sincretismo religioso […]”. Así, se unifica una identidad de nación al celebrar el «ganijitsu» con una cena o una convivencia familiar llena de platos típicos para la fecha e, incluso, las tradiciones se extienden del 1° al 3 de enero; por ejemplo, el “[k]akizone: se trata de la primera caligrafía [o escrito] del año, que se practica durante la noche del primero al dos de enero con el fin de quemarla”.
Aunque no vivamos de la misma forma este día, el Año nuevo, sin duda, es un buen motivo para hacer una evaluación de nuestra vida, para renovar nuestros deseos a futuro y convivir con aquellos que nos acompañan en el camino.