Cuando Francisco I. Madero asumió el poder el 6 de noviembre de 1911, la profecía de Melitón Hurtado sobre el retroceso para el país que significaba el coahuilense resonaba en pocas consciencias, pero su empeño de impedir esa tragedia aún no cejaba. Pronto le llegó noticia de una oportunidad para que Bernardo Reyes desbancara al advenedizo. La invitación provenía de otro militar reyista, el brigadier Higinio Aguilar, quien le informó que estaba en busca de reclutas para un levantamiento, por lo que no dudó convocarlo.

Durante las primeras semanas de diciembre, la conspiración cobró rumbo, los agentes nombraron a Hurtado cabecilla del movimiento y le prometieron la presidencia interina mientras Reyes regresaba a la capital. El objetivo principal, y el que daría inicio al golpe, era necesariamente la muerte de Madero. Se propusieron dos posibles estrategias para lograr el magnicidio. La primera consistía en interceptar al Presidente en su caminata matutina sobre el antiguo Paseo del Emperador, donde lo estarían esperando, apostados, 40 hombres. Pero Melitón prefirió la segunda: habría gatilleros en el primer piso del Hotel Reforma y harían, sobre el blanco, una descarga cerrada. Hasta el momento, la conjuración parecía sólida y viable. Sin embargo, tanto Aguilar como Hurtado ignoraban la parte más importante del complot: el inspector de policía, el astuto maderista Vito Alessio Robles, había orquestado la intriga y mandó a falsos agentes a instigarlos antes que estos pudieran hacer movimientos propios.

Alessio, en vez de aprehenderlos con la información obtenida, decidió llevar más lejos la trampa y preparó la captura de los traidores para el domingo 17 de diciembre, cuando se celebraría la última junta en el Panteón del Tepeyac. Escondido entre las tumbas, el inspector esperó su presa. El primero en llegar fue Aguilar que, al verse descubierto, intentó huir. Minutos después, Hurtado apareció en el camposanto, el policía y el exmilitar se encontraron cara a cara: “’¿Qué hace usted por aquí, general?’, preguntó Alessio. ‘Vine a dar una vuelta’, contestó Hurtado. ‘¿Y usted qué hace aquí?’, devolvió la pregunta. ‘Pues vine a visitar la tumba de mi madre’. Eso fue lo que se me ocurrió decirle, agregó Alessio Robles”.

En su declaración, Melitón se desdijo: “Levantó la cabeza, que tenía inclinada, y con gesto de indignación dijo: ‘No recuerdo haber dicho nunca que pensaba matar a Madero, todo podré ser menos asesino.’”. La situación se agravaba porque los acusados formaban parte de la institución castrense, pero Hurtado tenía la salvedad de ser un general inactivo y su proceso no confirió al tribunal militar. El incidente se libró con 500 pesos y poco más de cuatro meses de prisión. Entre sus abogados defensores estaba su yerno, Jorge Vera Estañol, quien no escatimó recursos por demostrar su inocencia.

Tal vez Victoriano Huerta imaginó, debido a este episodio, que el conspirador fallido podría ser un buen recluta. Así, después de la Decena trágica, el general recuperó su investidura militar. Esta participación provocó su detención en 1914, pero fue exonerado una vez más. Ante el panorama político, Melitón se refugió en El Paso, Texas y renunció a la búsqueda de ajustes de cuentas para dejárselos al tiempo y al destino. Murió a los 69 años, pobre y en el exilio, hacia 1918.

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