La turbulencia acompañó a Manuel Acuña en el último año de su existencia. Luego de dar por terminada su relación con Laura Méndez, quedó prendado de Rosario de la Peña. Según los recuerdos de la propia Rosario, ella jamás se interesó en él, pues algunos, entre ellos Guillermo Prieto, le habían comentado que Acuña había embarazado a otra mujer y que tenía amores con una lavandera.
Mientras tanto, el nacimiento de su hijo con Laura se aproximaba y lo atormentaba. A un compañero de la redacción de El Eco de Ambos Mundos, Acuña le confesó su desamparo: “Ella también era pobre (...) Una noche... desde entonces se estableció entre nosotros esa relación íntima que comunica todos los deseos, todas las dolencias, todos los temores, todas las aspiraciones. ¡La dualidad perfecta es una trinidad! Nació un hijo, y mi cerebro y mi corazón se encontraron oprimidos por esa triple conspiración: la miseria, la delicadeza y la responsabilidad. ¡El que contrae obligaciones sin poder cumplirlas es un miserable!”.
A su madre le reveló que su economía pendía de un hilo: “Me pesa ya esta vida de aislamiento y de fastidio en que me consumo sin ver en mi derredor ni una persona que me quiera (...) llegado el momento de volver a ustedes, recuerdo que no podré llevar (...) ni el libro más necesario, pues no contaré con qué comprarlo y esto me desespera al grado de que me arrepiento de haber emprendido la carrera y no dedicarme a arriero”.
El 23 de octubre de 1873 nació su primogénito, pero no llegó a ejercer su papel de padre; para el 6 de diciembre, el atribulado bardo cometería suicidio. Tenía 24 años. Un día antes del funeral, Laura bautizó a su vástago. El que uno de los padrinos fuera el omnipresente Prieto, atiza el misterio de esta historia.
El acta indica que “fray Felipe Aguilera bauticé solemnemente en esta parroquia de la Santa Veracruz a un niño (…) a quien puse por nombre Manuel Guillermo, hijo natural de don Manuel Acuña, difunto hace tres días, y de doña Laura Méndez. Fueron sus padrinos don Guillermo Prieto y doña Úrsula Espinoza, a quienes advertí su obligación y parentesco espiritual”.
A las exequias acudió Laura con su bebé en brazos. Irónicamente el evento tuvo la pompa que en vida le faltó a Acuña. De su maternidad eran pocos y callados quienes la sabían. Algún periodista puntualizó: “Si el fúnebre cortejo (...) hubiese pasado la víspera delante de una puerta cerrada por la miseria, y oído las quejas de una madre que tenía hambre y de un niño que se moría, la comitiva indiferente habría llegado impasible hasta esa tribuna maldita que se levanta sobre cada sepulcro”. Otros dejaron asentada la paternidad de Acuña en versos. El poeta Julián Montiel señala en un cuarteto al huérfano: “Yo no he venido a prodigarte flores, / que lleno está mi corazón de hastío; / yo te vengo a ofrecer, público sea, / por si se adopta mi amistosa idea / que tu niño infeliz, sea hijo mío”. Los fondos para el entierro se obtuvieron por la intervención de los amigos del poeta y el encargado de recolectarlos y administrarlos fue Agustín F. Cuenca.
Laura nunca registró a Manuel Guillermo ante la autoridad civil ni reclamó la justa herencia que le correspondía a su descendiente preterido.
Además, tuvo que soportar la maledicencia pública. “Unas veces por lo que hice y otras por lo que hubiera podido hacer, siempre he tenido el poco envidiable privilegio de ser traída en las peores lenguas de mis caritativos paisanos”.
Finalmente, el 17 de enero de 1874, a las cinco y cuarto de la mañana, Manuel Guillermo Acuña Méndez falleció de bronquitis aguda. Fue enterrado con su padre en el panteón de Campo Florido. En todo momento, Cuenca estuvo al lado de la joven. Destinó 12 pesos de lo recaudado para cubrir los gastos y, en su carácter de editor de El Siglo Diez y Nueve, concedió espacio a unos endecasílabos dedicados a “M”: “Sin ti mi porvenir es caos profundo / Donde nunca se encienden las estrellas, / Y voy sin más orgullo por el mundo / Que ver toda la luz que hay en tus huellas”. Una misteriosa “L” aparece al calce de los versos.