La captura de José Hernández, “El Matarratas”, en julio de 1914, fue el primer hilo para desenmarañar el historial criminal de José Gabriel Huerta Benítez. “(Su captura) es aún más difícil, pues además de que es muy hábil, está ya al tanto de todos los cargos formulados en su contra”, se lamentaba la prensa.
El modus operandi de Gabriel Huerta consistía en secuestrar a las víctimas para luego ultimarlas. Con el poder del Estado de su parte, podía inhumar los cuerpos en fosas dentro de cementerios sin levantar sospechas. De esta manera, Huerta Benítez y su red dejaron cuerpos a flor de tierra en lo panteones de Villa Guadalupe y Xoco, por mencionar algunos. Los encargados de estas necrópolis resultaron ser policías, como Alejandro Pérez, vigilante del panteón de Coyoacán, que ayudó a mal cavar el sepulcro de Belisario Domínguez, después de que “Alberto Quiroz le disparó un balazo (…), luego disparó Gabriel Huerta y al final, ‘El Matarratas’”.Aunado al asesinato del senador chiapaneco, “El Matarratas” contó con pormenores muchos otros homicidios ordenados por el compadre de Victoriano, como el de José Llanes, imputado en una supuesta conspiración: “A Llanes, que era empleado de Telégrafos Federales, se le denunció por medio de un anónimo como carrancista, y la policía sin más comprobación, lo capturó y lo mandó matar”. La tumba donde fue encontrado el cuerpo estaba marcada con el numero 80 y en la lista de lápidas correspondía a Ramón Hurtado, pero los deudos del telegrafista reconocieron la ropa y las pertenencias.
Ni los mismos allegados al Presidente se libraron del escrutinio de Gabriel, como sucedió con Enrique Cepeda, exgobernador del Distrito Federal y director de otras iniquidades. Tras un desacuerdo con el usurpador, se convirtió en el próximo blanco. Huerta Benítez se encargó del asunto, emborrachó a Cepeda y lo llevó en tren hasta Veracruz, donde lo encerró en San Juan de Ulúa. Permaneció confinado en el “Purgatorio” del fuerte por dos días. Luego se le permitió caminar en los patios, donde lo ejecutó a sangre fría y su cadáver se perdió en el mar. El gatillero, no conforme con ello, intentó despojar a la viuda de Cepeda de la herencia correspondiente.
Con la llegada de los constituyentes, Gabriel Huerta huyó a España, fue visto en París, luego se instaló en El Salvador, desde donde intentó volver a México. En 1919 escribió una carta a Carranza en la que explicaba sus motivaciones, aseguró que no tuvo injerencia en el cuartelazo y omitió mencionar sus otros crímenes. Adujo que ya no tenía interés en la política, su vida era pacífica, como prueba agregaba que en los últimos cinco años “jamás intervino en alguna actividad contraria al régimen constitucionalista”. No hubo respuesta. El 24 de marzo de 1920, se dirigió a Hilario Medina, subsecretario de Relaciones Exteriores, para solicitar una amnistía, nuevamente su buena conducta era su mejor argumento y su anhelo de servir al Ejército mexicano, dadas las tensiones políticas con Estados Unidos. Pero su rogativa fue desoída y no volvió al suelo mexicano.
Al parecer, en su huida, abandonó a su familia, incluyendo a la ahijada del general; así, no estuvo presente cuando falleció su esposa Elisa el 10 de diciembre de 1918, en Mixcoac. Finalmente, José Gabriel Huerta Benítez murió en algún país de Centroamérica hacia 1925, a los 61 años, en el mejor de los casos, acompañado por los recuerdos de sus crímenes y de otro tiempo, cuando eran celebradas sus transgresiones.