En la lista de “criminales huertistas” del general Salvador Alvarado, el nombre de José Gabriel Huerta Benítez no pasa desapercibido, ya que fue uno de los brazos armados de Victoriano Huerta y, tras la caída de éste, se convirtió en un prófugo de la memoria.

Huerta Benítez nació en la capital el 18 de marzo de 1864. Dieciséis años después ingresó al Colegio Militar, donde tuvo un desempeño mediocre, pero cultivó el arte de la discreción y forjó amistades que más tarde lo ayudarían a consolidarse. El 12 de noviembre de 1885, el cadete de 21 años contrajo matrimonio con Elisa María Caro Jurado, mujer que rozaba los 30 años. La pareja se afincó en Mixcoac, donde tuvieron al menos cinco hijos; la cuarta de ellos, María de la Concepción, fue bautizada el 21 de abril de 1891, “y fueron sus padrinos don Victoriano Huerta y doña Emilia Águila de Huerta, advertidos de su obligación y parentesco espiritual”. Ambos compadres sacarían provecho de dicho vínculo más allá del deber religioso.

Ya para 1890, Gabriel tenía el grado de teniente dibujante e ingresó al Departamento del Cuerpo Especial de Estado Mayor, ahí trabajó hasta 1907. Su presencia constante en las asociaciones militares, donde ocupaba puestos modestos en las mesas directivas, le permitió tener trato con gente como Félix Díaz. Gracias a su amistad con el encargado del consulado de Honduras pudo ver a Centroamérica como un lugar para hacer la fortuna que su país le negaba.

Su reputación no era la más acreditada. Sus estafas, en un principio, no pasaban de deudas incómodas, como la que adquirió con el director de La Patria, Ireneo Paz, quien, de diciembre de 1906 a julio de 1907, se encargó de recordar diariamente un saldo pendiente: “Señor capitán de Estado Mayor, don Gabriel Huerta: Sírvase usted pasar a liquidar una responsabilidad que tiene en esta casa como fiador de su hermano don Manuel Huerta”, rezaba la primera plana. Las publicaciones se detuvieron cuando se supo que el moroso había sido detenido y llevado a la cárcel de Tlatelolco por fraude al erario. Ni la hacienda pública ni el dueño del diario recuperarían lo estafado.

Después de dos años en prisión, Gabriel fue degradado, aunque obtuvo su libertad. Se refugió en El Salvador, y cuando supo de los triunfos de su compadre, regresó a la capital mexicana para ponerse a sus servicios. Durante el huertismo, Gabriel, “de baja estatura, deforme, rechoncho, mofletudo, de abdomen pronunciado y patizambo” fue el azote y exterminador de la oposición.

En septiembre de 1913, a los 49 años, ascendió en el escalafón de la policía secreta del gobierno hasta alcanzar su titularidad, lo que le facilitó la ejecución, por mano propia o por encargo, de más de un homicidio. Al efecto, armó un equipo leal y eficiente, integrado por su segundo Gilberto Márquez, Francisco Chávez, y gente como Manuel Pasos, Felipe Fortuño Miramón y el célebre José Hernández Ramírez “El Matarratas”.

Tan sólo 15 días después de la derrota de Victoriano, los peones empezaron a caer, entre ellos “El Matarratas”, quien no titubeó en su confesión: “Cuando habla en la reja del juzgado sobre lo que se le interroga contesta con seguridad, precisando lugares y aun fechas en que los crímenes que le fueron encomendados y los que había ejecutado tal y conforme don Gabriel Huerta se lo indicaba”. Los días siguientes, la prensa dedicaría columnas a las fechorías del compadre del expresidente, quizás el único momento en que pudieron ser imputadas a ejecutores con nombre y apellido y no a una sombra con más forma de negligencia que de justicia.

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