Félix Díaz, José María Bonales, Cecilio Ocón, entre otros, huyeron a La Habana en noviembre de 1913. Ahora los huertistas eran sus enemigos. No estuvieron mucho tiempo ahí, dado que se tenía orden de apresarlos, además de un atentado menor que sufrió el líder del grupo. Canadá fue su siguiente destino, en marzo de 1914 llegaron a Washington y, finalmente, se asentaron en Texas. Ahí intentaron reorganizarse. Al caer Huerta, los felicistas consideraron que era su oportunidad. Bonales acudió ilusoriamente con Villa sólo para ser fusilado, Félix se enfrascó en nuevas y desastrosas escaramuzas y Cecilio buscó apoyo entre el exilio.
En 1917, la sombra del pasado acosaba a Cecilio y en el destierro lo alcanzaron las acusaciones del exembajador Márquez Sterling, quien lo señaló como perpetrador principal de Gustavo A. Madero y copartícipe en el magnicidio de su hermano. Ocón lo negó y amagó con demandar por difamación. Para variar, ésta se sumó a los desafíos que propinó y no cumplió.
En 1920, el mazatleco insistía en volver a México; intentó una nueva apología ante el cónsul mexicano en Nueva York, quien prometió interceder por él. Un año más tarde, acudió en su desesperación con Villa, a pesar del antecedente con Bonales: “Se transcribió ayer a la Secretaría de Guerra, un mensaje de Francisco Villa, manifestando que (…) un individuo llamado Cecilio Ocón (solicitó) rendirse y solamente pide que se le den garantías y seguridades para su vida y manifiesta que no se volverá a mezclar en asuntos políticos”. Pero fue ignorado.
Con el desaire comprendió que el poder no estaba ya en las conspiraciones, sino en el dinero. Según narra Jesús Ernesto Gómez Rubio, “Cecilio se supo allegar a prominentes políticos norteamericanos y logró convertirse en un acaudalado petrolero por lo que fue considerado como uno de los mexicanos más ricos de los Estados Unidos”. Para 1925, sin mayor trámite, obtuvo el ansiado y discreto salvoconducto, y fue nombrado consejero de la Agencia Financiera Mexicana, a cargo de Arturo M. Elías, medio hermano del presidente Calles.
A los 64 años, el 27 de noviembre de 1943, buscó la redención pública y concedió una serie de entrevistas. Justificó sus actos y pasó todas las responsabilidades al que se consagró como el gran traidor de la historia mexicana: “De buenas a primeras, Huerta nos preguntó con qué fuerzas se contaba para el movimiento. Francisco Romero le contestó: —General, toda la oficialidad joven de la guarnición está con nosotros. —Huerta lanzó un grito, dio un manazo sobre la mesa y agitando un dedo amenazador casi en nuestros ojos, vociferó: ‘¡Si ustedes siguen con estas cosas, los van a fusilar a todos!’ Salimos espantados a nuestras casas donde permanecimos encerrados, por el temor de que Huerta nos hubiese denunciado y de que pusiese en práctica sus amenazas. Su reacción violenta a nuestras proposiciones me confirmó la creencia de que él mismo quería realizar el movimiento sin nadie que le hiciera sombra. Su actitud no era sincera”.
La opinión pública le fue indiferente y sólo un hijo del jalisciense le respondió: “Yo creo que el señor Ocón para rebatir o destruir los cargos que se le han hecho, no necesita injuriar la memoria de los que ya no pueden defenderse”. Sin embargo, estas conversaciones invocaron viejos espectros, así que dejaron de publicarse, justo cuando el ingeniero prometió contar la verdad de los hechos de la Ciudadela; su palabra, como ya la había demostrado, valía menos que su dinero. Finalmente, José Cecilio Luis Ocón Rudall falleció alrededor de 1950, reposa en el panteón Ángela Peralta de su tierra natal y disfruta del perdón que genera el olvido.