Los crímenes, escasamente judicializados en México, son un material copioso para la literatura. Sobran las historias en las que el protagonista intenta demostrar que existe uno perfecto, donde el culpable nunca es descubierto, aunque no pueda escapar de otras torturas. Uno de los homicidas de ficción más célebre es Rodión Raskólnikov quien, acosado por su conciencia y su concepción de supremacía, decide entregarse.

Más cercano a nuestros días, está Roberto de la Cruz, concebido por Rodolfo Usigli como un hombre atormentado por la idea de que el asesinato ideal ocurre cuando se comete sin móvil y no sólo cuando se logra burlar la ley. Su tragedia es que la policía nunca sospecha de él y, por ello, no obtiene el reconocimiento por su intento de obra maestra.

Otro escenario literario es el homicidio colectivo, donde por una causa común se comente un delito encubierto por el anonimato. Lope de Vega escribió al respecto en Fuente Ovejuna. Lejos del imaginario del madrileño estaba la posibilidad de que la realidad le diera una vuelta macabra a la sinergia del pueblo.

El lugar propicio para este último giro es el México revolucionario. El ascenso de Victoriano Huerta, amén de los magnicidios, produjo una serie de muertes que la vorágine de los tiempos y la complicidad de los vencedores, hicieron que los autores materiales disfrutaran de un cómodo olvido. La representación de Huerta como El Chacal de Ocotlán, de expresión feroz y en perenne ebriedad, sirvió para responsabilizarlo de todas las fechorías ocurridas a partir de febrero de 1913 —no es casual que no se conozca una imagen del cadete Victoriano, pues es más fácil imaginarlo siempre avejentado y sanguinario— y encarnar en él el prototipo del asesino y traidor para permitir que se diluyera la responsabilidad del resto, como el timorato general Bernardo Reyes, hasta hoy celebrado por la población regiomontana.

La aprehensión y muerte de Huerta en Texas facilitó la tarea “justiciera” de las facciones revolucionarias y les permitió concentrarse en la consecución del poder, su real objetivo. Así, villistas, zapatistas, carrancistas y obregonistas cometieron iguales o mayores atrocidades, e incluso permitieron que se sumaran a su causa, sin mayor pudor, huertistas reconvertidos. Por eso sorprende la ingenuidad con que tratan a sus lectores gente como Alfonso Taracena al publicar: “Y a hierro murieron; la forma trágica como terminaron los asesinos de Madero y Pino Suárez”, cuando Manuel Mondragón y Félix Díaz fenecieron en su cama, y Aureliano Blanquet al caer de su caballo en la barranca de Chavaxtla.

La memoria inmediata del pueblo pedía que se castigara a todos los implicados: “Hasta la fecha ni la Revolución ni el Gobierno emanado de ella, han mandado abrir una investigación minuciosa (…), para dilucidar (…) quiénes fueron los que atentaron contra la libertad o contra la vida de muchos ciudadanos”.

Pero las consignas no llegaron más allá de columnas periodísticas que fueron acallando sus voces ante nuevas demandas políticas; los hechos perdieron vigencia y la justicia, interés. Sin embargo, se conoce una lista de 364 personas involucradas en una serie de delitos cometidos en el huertismo, de entre ellas una mano sobra para contar a las que fueron juzgadas. En una especie de proceso a posteriori, es tiempo de que la historia, que también ha sido encubridora, retome su papel en este caso y evite que se repita el final de la obra de Lope: “El rey Fernando el Católico determina: Pues no puede averiguarse / el suceso por escrito, / aunque fue grave el delito, / por fuerza ha de perdonarse”.