Escribo estas líneas desde Colombia, día en que un gran paro nacional está paralizando el país y hay manifestaciones en todas las ciudades principales. Si bien los sindicatos jugaron un rol en convocar estas marchas, su organización realmente parece ser algo mucho más orgánica y menos estructurada, una confluencia de llamadas a acción por las redes sociales de activistas, artistas y grupos sociales de distinta índole, todos con propósitos un poco distintos.

Se han vivido semanas de protestas similares, aún más grandes, en Chile, un país que muchas veces se considera un modelo de desarrollo en América Latina, que ha culminado en el compromiso de escribir una nueva constitución. Ecuador también pasó por unas semanas de manifestaciones muy fuertes en octubre, con algunos brotes de violencia. Y, desde luego, Evo Morales, quien fue hasta hace poco presidente de Bolivia, ya vive en México gracias a protestas que lo expulsaron del poder, después de unas elecciones muy cuestionadas.

Y esto no solo está pasando en las Américas, sino en Francia, Líbano, Irán y otros países justo en estos momentos. Los detonadores han sido distintos en cada país: algunos ligados a temas electorales y la mayoría a cambios en política económica. Han tenido lugar frente a gobiernos de derecha, izquierda y centro.

Lo que estas protestas parecen tener en común es una capacidad organizativa que rebasa las formas tradicionales de convocatoria y dependen mucho de las redes sociales. Como consecuencia de esta fluidez mediática, también representan demandas diversas y menos específicas que las protestas tradicionales organizadas por grupos de interés y partidos políticos. Detrás de estas protestas yace una frustración más generalizada de que el sistema político está roto y que faltan formas adecuadas de mediación entre los ciudadanos y los gobernantes.

Sin duda, pueden surgir en algunos casos resultados positivos de estos temblores populares. En Chile, se ha necesitado un nuevo pacto social y político que no dependía de los esquemas desarrollados durante la dictadura de Augusto Pinochet. En Bolivia, el gobierno de Evo Morales, que logró mucho en crecimiento económico y equidad social durante sus primeros años, había virado hacia un autoritarismo peligroso. Y en muchos países, estos movimientos sirven para llamar la atención a los déficits en materia económica y social.

Pero como son movimientos muy descentralizados, no siempre tienen fines claros y a veces se pueden prestar a manipulaciones de parte de grupos de presión política más organizados. Es legítimo y sano que los ciudadanos protesten. Las consecuencias de estas protestas no siempre son fáciles de predecir.

Quizás estos movimientos son un recordatorio de que la democracia depende no sólo de elecciones, sino de un valor más fundamental: de cómo trasladar las voluntades populares (que son muchas y a veces contradictorias) a la política pública, respetando las libertades y derechos de todos los ciudadanos en el proceso. Las elecciones son herramientas claves, pero no son la democracia por sí solas.

A veces se necesita que los ciudadanos alcen sus voces para corregir fallas en el funcionamiento del sistema y para sacudir a los procesos democráticos oxidados. Pero estas sacudidas, si bien son parte fundamental de la democracia, también conllevan sus propios riesgos.

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