En las carreteras de Colombia caminan en pequeños grupos, jóvenes, adultos, niños, ancianos. Cargan mochilas, maletas, guitarras y a veces bebés mientras andan, día tras día, de ciudad en ciudad. Son los “caminantes”, venezolanos que han dejado su país y están caminando sin dinero para llegar a donde pueden en Colombia o donde tienen algún familiar o conocido en Ecuador, Perú o Chile. Y son miles y miles y miles.

Según cifras de Naciones Unidas, hay más de 4 millones de venezolanos que han dejado su país, la gran mayoría desde 2015, e ido a radicarse en su gran mayoría en otros países de la región. Otros dicen que hay más de 5 millones, y que habrán 6 millones o más a finales del año. Venezuela, un país que solía tener una población de 34 millones, ha perdido entre 12 y 18 por ciento de sus habitantes en poco menos de cinco años. Un país que ha colapsado económicamente y donde las diferencias políticas se dirimen con golpes y a veces asesinatos, sobre todo si alguien se opone al gobierno o decide sumarse a las protestas que han azotado el país en los últimos años.

El mes pasado, pude hablar con migrantes y refugiados venezolanos en uno de los cruces que une Venezuela a Colombia, en la estación de autobuses en Bogotá, y en el puente que divide Colombia y Ecuador, así como en Quito, donde muchos han llegado en búsqueda de trabajo. Gracias a colegas de ACNUR y la Organización Mundial para la Migración (OIM), quienes me facilitaron el acceso a los puntos donde atienden a los migrantes y refugiados venezolanos, me tocó escuchar sus historias dolorosas y sus esperanzas de empezar de nuevo en otro país donde no temen la represión y esperan poder dar de comer bien a sus hijos y tener acceso a educación y servicios de salud para ellos.

Si bien nos ha acaparado la atención los flujos migratorios de Centroamérica, que no son menos difíciles, lo que está pasando en Sudamérica es de mucho mayor escala y sin visos de bajar en el futuro mientras el régimen cleptócrata en Venezuela siga atado al poder. Ni sanciones de la comunidad internacional ni reprobación generalizada ha cambiado el cálculo del presidente Nicolás Maduro y sus secuaces, quienes han saqueado al país.

En Costa Rica, hace unos días, me tocó ver cómo los nicaragüenses también dejan su país y cruzan al país vecino en esperanza de encontrar algo mejor, un trabajo, algo de comer o un poco de paz después de los choques políticos del último año. Quizás son unos 100 mil nicaragüenses quienes han llegado a quedarse en Costa Rica en el último año, casi 2 por ciento de la población de 6 millones de nicaragüenses.

Y así también salen hondureños y guatemaltecos; dejan sus países y emprenden el rumbo hacia México y luego hacia los Estados Unidos, huyendo de países violentos y pobres, en los que la paz social se ha roto, en que la violencia criminal se mezcla ahora con la violencia política creciente (sobre todo en Honduras).

No tengo solución que proponer para ninguna de estas crisis, que quedan inmunes todavía a la presión internacional y la ayuda humanitaria y de desarrollo. Pero entiendo por qué caminan los caminantes, a pesar del hambre y las barreras que tienen enfrente. Es la esperanza de que van a llegar a algo mejor en algún punto, porque no puede ser peor de lo que dejaron atrás.

Y tampoco hay que perder esperanza que algo de ayuda internacional, y presión para los cambios democráticos, pueden surtir efecto a futuro para que los caminantes no tengan que caminar.

Presidente del Instituto de Políticas Migratorias

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