Hace tres días le comentaba a Pamela, mi esposa, que le debemos un enorme tributo a Ignaz Semmelweis. “Una escultura sería lo mínimo”, dije, “incluso tenerlo en un billete para estar conscientes de sus aportaciones”.
Ignaz, el llamado “Salvador de las madres”, descubrió que la fiebre puerperal (también conocida como fiebre de parto) podía ser drásticamente disminuida con un cuidadoso lavado de las manos por parte de los doctores en las clínicas obstétricas.
Su método para probarlo se valió de la experimentación científica y su carácter demostró que uno jamás debe apegar su criterio a lo que la mayoría opine ni al consenso de los eruditos de la era, sino a la evidencia.
Un ser rebelde, de pensamiento crítico quien —como Isaac Newton, Galileo Galilei, Charles Darwin, Alfred Wegner, Baruch Spinoza, Giordano Bruno y otros considerados herejes y traidores en su tiempo— no renunció a la verdad. Al igual que ellos, puso en riesgo su reputación, su empleo, su libertad, su patrimonio y sí... hasta su vida.
Ignaz observó dos clínicas que se dedicaban exactamente a lo mismo: el Hospital General de Viena y una segunda manejada por matronas. Así descubrió que la primera tenía una tasa de mortalidad de tres a cinco veces superior. ¿La razón? Las matronas se desinfectaban las manos.
Muchos de los colegas médicos de Ignaz se sintieron ultrajados por la sugerencia de que ellos eran los responsables de la muerte de incontables madres embarazadas por no lavarse de manera adecuada las manos y proceder higiénicamente.
Sus conclusiones fueron severamente atacadas. Se le acusó de inepto, conspirador e incompetente. Cada una de sus investigaciones entraban en conflicto con la opinión médica establecida y fueron rechazadas por la comunidad científica del momento. Ello le costó su trabajo, después el exilio.
Primero huyó de Viena para ejercer como profesor de obstetricia en Budapest. Posteriormente fue ingresado en un asilo donde murió a las dos semanas. Ignaz dejó de existir a la edad de 47 años —paradójicamente como consecuencia de un proceso séptico causado por una paliza que le propinaron los guardias que lo “cuidaban”.
Jamás vio los frutos de su trabajo, pero sus ideas prevalecieron después de su muerte cuando Louis Pasteur (20 años más tarde) confirmó la teoría de los gérmenes como causantes de las infecciones y Joseph Lister —siguiendo los hallazgos de Pasteur— implementó el uso de los métodos de asepsia y antisepsia en cirugía.
Ignaz nos ofreció el arma más letal para combatir este tipo de amenazas. Hoy 20 de marzo, en pleno zeitgeist del coronavirus, me dio enorme gusto que el buscador de Google le reconociera a través del “doodle del día” su marca y su presencia. Lo debemos enaltecer y, sin lugar a dudas, la mejor manera consiste en lavarnos las manos consuetudinariamente y apostando por la verdad científica... en lugar de esperar que “amuletos de la suerte” y estampitas religiosas nos protejan.