Hace unos pocos días, el domingo 4 de febrero, se realizaron elecciones en El Salvador. Nuevamente el presidente Nayib Bukele se quedó con la presidencia del país, por encima de la Constitución, de los DDHH, logrando reelegirse con una amplia mayoría de los votos.
El gran aprendizaje de este proceso es que la seguridad es la prioridad de los electores, sin importar los métodos, e incluso los riesgos que implican las estrategias para combatir el crimen y la violencia que imperan en la región.
El empresario Nayib Bukele llegó a la presidencia por el partido Nuevas Ideas, en el 2019, luego de haber ocupado el cargo de alcalde de la capital San Salvador. La gran apuesta del presidente Bukele ha sido la seguridad.
De acuerdo al Ministerio de Justicia y Seguridad, la tasa de homicidios en El Salvador, en el 2019, era de 38 por cada 100, 000 habitantes; para el 2022 se redujo a 7.8; actualmente a 2.3. La estrategia de seguridad de Nayib Bukele se basa en “mano dura” contra los delincuentes y la recuperación territorial.
La popularidad del presidente salvadoreño ha llegado a ser del 90%, la más alta en la región. Estos datos se vuelven muy interesantes a la luz de varios políticos en la región que celebrarán elecciones próximamente, pero también para aquéllos que buscan acumular y encumbrarse en el poder. En otras palabras, para aquéllos que viven tentados por el autoritarismo y amenazados por la democracia.
El miedo es el elemento principal de manipulación de las sociedades, permite que se acepte la restricción de ciertas libertades y derechos, como el debido proceso de aprehensión de probables criminales, los juicios de acuerdo a derecho e incluso el respeto a la Constitución y a principios que limiten el abuso del poder, como son la no reelección indefinida y otros mecanismos institucionales. Así, la tan manoseada seguridad se vuelve un arma letal para la erosión del Estado de Derecho, el respeto de los derechos humanos y, por cierto, la normalidad democrática.
Pero la tentación, o el también llamado “Efecto Bukele”, está haciendo eco en los ciudadanos que - cansados de estrategias fallidas, basadas en “mano blanda” e incluso en “abrazos”- lo único que ha observan es una infiltración del crimen en el Estado.
Así las cosas, somos sociedades desesperadas, con miedo y en ese tenor, las únicas soluciones se antojan radicales. Pareciera que las alternativas van desde continuar con políticos que son parte del negocio del crimen y que lo favorecen, a decidir por aquéllos que sobrepasan cualquier límite legal y humano para “poner orden”. Pero hay un precio alto a pagar por la “mano dura” sin límites, y es que ésta que hoy se aplica a delincuentes, no se puede garantizar que no se aplique a opositores políticos, periodistas o ciudadanos comunes.
Difícil tarea elegir gobernantes en esta época en que los criminales andan sueltos y la democracia está mal evaluada, debemos desprendernos del miedo y hacer un ejercicio reflexivo y objetivo antes de aceptar a rajatabla cualquier propuesta de seguridad. El riesgo que corremos no solo viene del miedo a la inseguridad, sino que también de aquel de sólo cambiar el tipo de delincuentes que ocupan el poder.