Cada vez es más frecuente escuchar noticias acerca de hechos de violencia sin precedentes en países que de forma rápida han experimentado un franco deterioro debido al narcotráfico, como lo es el caso de Ecuador.
En los últimos meses Ecuador ha ocupado los titulares internacionales por dos eventos que pusieron el foco en el acelerado crecimiento del narco y una aguda crisis de seguridad. En primer lugar, el asesinato del candidato a la presidencia Francisco Villavicencio, lo que generó que los demás candidatos asistieran con chalecos antibalas a votar y, en segundo lugar, el reciente estallido de violencia generada luego de la fuga de “Fito”, líder narco del grupo criminal de “Los Choneros” luego del cual se generó la toma de un canal de televisión, de una universidad y la quema de varios vehículos. El presidente Noboa declaró el estado de “conflicto armado interno”, señaló a 22 organizaciones criminales como terroristas y pidió el apoyo de las FFAA para el combate de estos grupos. Ecuador, un país que gozaba de relativa calma, es actualmente el país más violento de América Latina, con 45 homicidios por cada 100, 000 habitantes, según datos del Observatorio Ecuatoriano del Crimen Organizado.
La pregunta que surge es ¿cómo se llegó hasta esos niveles? y si esto se puede replicar sobre todo en países que empiezan a experimentar delitos que nunca antes habían sufrido y que se relacionan al narcotráfico como el sicariato, secuestro, ajustes de cuentas, etc. Así las cosas, hoy en día parece difícil que algún país en el continente escape a este lucrativo negocio. Es cierto que Ecuador es vecino de dos grandes productores de coca, como lo son Perú y Colombia, pero en cada país hay una razón, México es vecino de EUA, el principal consumidor, Argentina y Chile tienen accesos débilmente controlados a rutas de Asia y Europa, Centroamérica es la ruta de paso a México y EUA, y así podemos ir país por país en la región.
La realidad es que vivimos en un narcocontinente donde la pobreza, la ambición económica de los gobernantes y la visión cortoplacista de los gobiernos en materia de seguridad han permitido que lo único organizado sea el crimen y que la opción más “fácil” de acceder a una mejor posición económica sea la delincuencia.
El narcotráfico ha entendido mejor que cualquier empresa la dinámica del mercado y mucho mejor que los estados la importancia de la coordinación internacional para la expansión del negocio, de tal manera que los estados no pueden combatir a esto grupos de forma individual pero tampoco saben, o quieren, hacerlo desde la cooperación continental para no renunciar a utilidades que se reparten entre políticos, empresarios, policías y militares.
Tenemos gobiernos cómplices y también con miedo a perder el negocio, a perder la vida y a perder popularidad y con ello elecciones. Por otro lado, grupos criminales fortalecidos, envalentonados por la protección que sus altos ingresos pueden comprar, con influencia en las decisiones políticas y con anuencia y complicidad de una parte de la población. Así también, tenemos sociedades que temen a la violencia y que están dispuestas a migrar o a disminuir los estándares democráticos y sacrificar los derechos humanos a cambio de seguridad, cayendo en trampas de difícil retorno (como lo es el caso de El Salvador), y también sociedades que lentamente se acostumbran a sobrevivir en la apología de la violencia.
Se antoja difícil una salida al problema de la seguridad en el corto o mediano plazo, más aún cuando las discusiones regionales sobre el tema se politizan, se ideologizan y las estrategias de seguridad son cosméticas y reactivas, lo cual ha sigue generando los espacios físicos y temporales que son aprovechados por los grupos delincuenciales que han eliminado fronteras y que en nuestros ojos se pelean la plaza continental que les otorgue el título del “cártel de narcoamérica”.