Hace aproximadamente medio siglo de la publicación de la obra de Eduardo Galeano, “Las Venas Abiertas de América Latina” en el cual se explicaba cómo las estructuras de dependencia y explotación de la región reproducían esquemas de pobreza y desigualdad. Parece que pocas cosas han cambiado y que, a los problemas económicos mal solventados por la dependencia del petróleo, los minerales y la manufactura se suman otros factores de preocupación como la inseguridad, la migración y la ingobernabilidad. Preocupa que cada vez son más quienes no buscan en la vía institucional la solución para este explosivo cóctel.

Luego del triunfo de las izquierdas latinoamericanas, muchos prospectaban una mejora en las condiciones sociales que pondrían fin a muchas de las demandas que generaban inestabilidad en la mayoría de los países. Además, mucho se ha hablado del fortalecimiento de diversos organismos regionales, e incluso de la creación de una nueva plataforma de integración que sustituya a la Organización de Estados Americanos, señalada por su imparcialidad al juzgar los riesgos de autoritarismos como el cubano y el venezolano versus al bolsonarismo.

Lamentablemente, a pesar de la homologación ideológica, las realidades de los recientes eventos indican que los asuntos internos van mal en la mayoría de los países de la región.

Difícil tarea la democracia y la gobernabilidad hoy en día. Bolivia, Brasil y Perú son claros ejemplos de la convulsa situación regional.

El caso de Bolivia llama la atención debido al enfrentamiento por el liderazgo político no sólo entre el presidente Arce y el gobernador cruceño Camacho (señalado como orquestador del golpe de estado), sino al interior del partido MAS, en el cual el expresidente Evo Morales se disputa el poder con el actual presidente boliviano, quien en su momento fuera su delfín. Así, la lucha por el poder se sobrepone a la institucionalidad democrática y abona a la ya difícil situación económica y social del pueblo boliviano.

El segundo ejemplo, es Brasil. La polarización social expuesta con la violencia desde la campaña presidencial parece ser una grieta que permite resurgir los valores autoritarios subyacentes en los límites de lo político. El silencio de Bolsonaro y su partida hacia el estado republicano de Florida no acallaron los señalamientos como responsable del intento de golpe de estado realizado por sus seguidores al atacar la sede de los tres poderes. La gobernabilidad brasileña en un marco democrático será el gran reto del nuevamente presidente Lula, sobretodo en un contexto económico adverso y con un triunfo no sustentado por su liderazgo carismático sino por la falta de mejores alternativas políticas.

Por último, Perú. El triunfo de Pedro Castillo representa la agonía de nuestras sociedades por la búsqueda de nuevos liderazgos que terminen con los abusos y las luchas polarizadoras de ambas ideologías, al grado de llevar al poder a personajes inexpertos que exacerban la inestabilidad social, económica y política. El presidente Castillo en un intento desesperado por retener un poder que no supo ejercer, cayó en la tentación de intentar un golpe de estado que precipitó su salida. Actualmente la presidenta Boluarte no se encuentra muy lejos del destino de su predecesor, ya que sus decisiones no han logrado disminuir la violencia ni el descontento social que al parecer prevalecerá hasta las nuevas elecciones.

México debe observar el comportamiento del poder político frente a los acontecimientos regionales, es decir, si la empatía del gobierno se ha dirigido hacia los liderazgos políticos que han priorizado la vía de resolución institucionales o hacia quienes se conducen al margen del estado de derecho como un indicador de cara a las elecciones locales y las presidenciales en el 2024.

El “golpe de estado” se ha vuelto común en los titulares y va formando parte de nuestro lenguaje cotidiano. Los fracasos políticos y los enfrentamientos por el poder al margen de los límites institucionales alimentan todos los días “las venas revueltas de América Latina”.

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