Este 11 de septiembre en Chile se conmemoraron los 50 años del golpe de estado que instauró una dictadura militar en Chile. En 1973, se interrumpió de forma violenta el gobierno popular instaurado de forma democrática del presidente Salvador Allende.

Lo que siguió al golpe fueron años de violaciones a los DDHH, persecución, torturas, asesinatos y desapariciones. No fue hasta 1988 que se puso fin a la dictadura de Augusto Pinochet, cuando una intensa presión social se sumó al contexto de transiciones democráticas en la región y al fin de la Guerra Fría.

A 50 años de estos lamentables eventos, podríamos pensar que existe consenso en, al menos, el rechazo a las dictaduras, a la violencia como método de transformación política y al respeto irrestricto a las violaciones a los DDHH. Sin embargo, no es así, la conmemoración ha estado rodeada de desacuerdos y ha dejado asomar un alto grado de polarización.

La división en torno a este suceso se ha hecho notar no sólo al interior de Chile sino también en la sociedad internacional. Algunos sectores de la derecha latinoamericana han tratado de bajarle el tono y llamar “gobierno militar” a lo que a todas luces fue una dictadura. Incluso, la Unión Democrática Independiente (UDI) en un comunicado afirmó que el golpe era “inevitable”, responsabilizando a la Unidad Popular. Es cierto que el gobierno de Allende se vio sumido en una fuerte crisis política, económica y social agudizada por las presiones internacionales para desestabilizar al régimen, lo cual generó descontento en la población, aun así, era un gobierno electo democráticamente. Además, el tema a tratar en esta conmemoración no es el desempeño de los gobiernos, sino la reflexión sobre la violencia como instrumento político. Así la cosas, no se le quiere nombrar dictadura, el golpe es un hecho inevitable y la responsabilidad del acto ilegítimo está en el otro, entonces la trampa está tendida para repetirlo y asumirlo como única solución ante el rechazo o hartazgo de cualquier régimen que no nos satisfaga. De hecho, con las bajas cifras de aceptación de la mayoría de los gobiernos de la región es sumamente peligroso aceptar estas ideas, pues podrían considerarse como vías de solución.

Recientemente se realizó una encuesta por parte de la Universidad Alberto Hurtado sobre “los imaginarios ciudadanos sobre la democracia” y el 60% de los chilenos respondió que justificaría en alguna situación el autoritarismo. En la región los datos no son muy diferentes, de acuerdo con el informe de Latinobarómetro 2023 sólo un 48% de las personas prefiere la democracia a otro tipo de gobierno y la preferencia de los regímenes autoritarios aumentó en 4 puntos desde el 2020. La decepción de la ciudadanía con la democracia se explica en buena medida por el hartazgo de lo político y de los políticos, los escándalos de corrupción, la falta de respuesta a las demandas ciudadanas, el incremento de las desigualdades y la creciente inseguridad. Lo anterior hace un escenario peligroso en el que propuestas y acciones como las del presidente Bukele en el Salvador toman popularidad intercambiando el control de la seguridad por una profunda afectación de las libertades y las garantías democráticas.

Vale la pena detenerse a pensar a 50 años del golpe lo frágil que se ve la democracia y como desde nuestra trinchera abonamos a la vulnerabilidad de nuestros derechos, toda vez que bajamos nuestros estándares democráticos y que negociamos con nuestros derechos. Un gobierno que garantice seguridad y estabilidad no es excluyente del proceder democrático y del respeto irrestricto de los DDHH. A 50 años del golpe nos damos cuenta de que los fantasmas del autoritarismo siguen alojados en nuestra región, hablándole al oído al presidencialismo y dividiendo sociedades. A 50 años del golpe nos falta mucho que aprender.

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