La encontré sangrante, temblorosa y abrazando a sus dos hijas. Ahí estaban las tres esperando ayuda, a las 8 de la mañana, un domingo que para mí era día de campaña.

El recorrido que había iniciado desde muy temprano por el centro de Metepec, no incluía visitar el comité municipal de mi partido, pero al recibir la llamada angustiada de una compañera diciendo que una vecina requería de mi ayuda, acudí de inmediato.

El golpeador era el papá de sus cuatro hijos y la preocupación más grande de mi paisana, a quien llamaré Silvia para proteger su identidad, no eran sus heridas, sino sus dos hijos pequeños que permanecían con el agresor en su domicilio.

Lo primero que me vino a la mente, fue llamar a la línea gratuita de atención contra la violencia del Consejo Estatal de la Mujer, en ese entonces encabezado por Lorena Cruz, que envió de inmediato y en día inhábil, un “equipo de rescate” conformado por dos mujeres: una psicóloga y una abogada.

Juntas, convencimos a Silvia de la necesidad de ir a un albergue donde podría tener la atención y orientación que ella necesitaba, además de techo, comida y escuela para sus hijos. La expresión de sus ojos pasó del terror a la esperanza; no podía creerlo, ni siquiera imaginaba que existía un lugar así.

Acto seguido, las especialistas del Consejo de la Mujer salieron a buscar a un policía para que apoyara en el rescate. En minutos este héroe anónimo recibió la capacitación y la sensibilización necesarias que nunca le habían dado como herramientas de trabajo. Entraron al domicilio y lograron poner a salvo tanto a los menores, como algo de ropa y los documentos que les pertenecían.

Silvia y sus hijos permanecieron en el refugio los tres meses que marca el protocolo, durante los cuales recibió, además del apoyo emocional y legal indispensables, capacitación para el trabajo.

A sus poco más de 40 años, conoció la libertad entre las paredes de un albergue, comenzó a trabajar, contactó a familiares y regresó a Morelos, su estado natal. Hoy, Silvia está viva y es testimonio de que el Estado mexicano puede ser parte de la solución y no del problema, como ocurre en muchos otros casos que reproducen, normalizan y toleran la violencia o la negligencia, en quienes tienen la obligación legal de proteger a las mujeres.

En aquél 2009, la Ley general de Acceso de las mujeres a una vida libre de violencia, tenía escasos dos años de vigencia; fue el año en que la Corte Interamericana de Derechos Humanos encontró al Estado mexicano culpable por omisión y negligencia, al ser incapaz de adoptar medidas efectivas de prevención que redujeran el riesgo en que vivían las mujeres asesinadas en el caso “Campo algodonero” y estábamos a dos años de la reforma constitucional en materia de Derechos Humanos de 2011.

Pero más allá de las leyes, la desigualdad, la violencia y los feminicidios en México, son apabullantes. Resulta entonces ofensivo escuchar al presidente de la República y a su equipo, descalificar el grito desesperado de las mexicanas para exigir alto a la violencia y a la impunidad.

Pedir creatividad a las manifestantes, culpar al neoliberalismo o decir que no se había hecho nada antes, revela una profunda ignorancia acerca de las leyes y de sus responsabilidades; explica la desaparición de presupuestos y programas orientados a garantizar los derechos de las mujeres en el país, y más aún: nos pone en la ruta de un grave retroceso.

Este 9 de marzo, es vital, nunca personal. Ojalá seamos muchas, todas, las que nos sumemos al Paro Nacional de Mujeres. Para educar y concientizar, pero también para exigir conocimiento, presupuestos y acciones concretas a los gobiernos, porque las causas de las mujeres benefician también a los hombres, a las familias y a la sociedad.

Diputada federal mexiquense. Maestra en Derechos Humanos y Garantías. @AnaLiliaHerrera

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