En días pasados, el senador Samuel García generó una sacudida en Twitter al compartir el título de su segundo doctorado, realizado en una escuela de nombre ITAC. El primero, según lo señala, lo cursó en la Escuela de Gobierno del Tec de Monterrey y actualmente cursa el tercero en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Si bien tal hazaña llama en sí misma la atención, me resulta más provocador lo que hay detrás del mensaje del senador: el valor que otorgamos a lo que aprendemos.
En más de alguna ocasión hemos presumido nuestros logros escolares. Ya sea colgándolos en la pared o compartiéndolos en redes sociales, deseamos que los demás reconozcan nuestro esfuerzo. Crecí con una consigna: para ser alguien en la vida tenía que estudiar (ahora para ser alguien tengo que publicar). Mi abuelo solía decirme que era la única forma de tener dinero. Mi madre lo refería como su herencia. Los títulos, diplomas, calificaciones y certificaciones legitiman nuestro conocimiento y otorgan reconocimiento social. Posibilitan también acceder al mercado de trabajo e incluso, obtener mayores ingresos, según lo refiere la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Esta concepción de la educación ha redituado en el incremento de la cobertura, tanto en licenciatura como en posgrado y con ello, en el crecimiento de instituciones que más que universidades, se constituyen en fábricas de títulos.
La certificación de los saberes constituye la racionalidad del proceso educativo y, paralelamente, alimenta a un sistema económico y social cuyos sustentos del éxito individual son la prosperidad económica, la productividad y la posición social. Con este imaginario, se espera que todo proceso formativo resulte en un retorno sobre la inversión realizada, aún cuando los cambios y las condiciones actuales del mercado de trabajo ponen a prueba esta aspiración.
Esta maquinaria credencialista nos puede conducir a olvidar lo más valioso que nos ofrece la educación: el placer por aprender. Decía Freire que la educación se alimenta de la curiosidad, la creatividad y de una actitud crítica e inquisitiva que nos conducen a la libertad. En este sendero, el aprendizaje se constituye en un acto para la emancipación del individuo, que despierta en él su grandeza, su conciencia y, su placer por el saber. Ello significa pensar en la educación como proceso de transformación y humanización que se construyen en y con el otro. Sugiere alejarse de toda visión instrumental y eficientista para acercarse a un propósito esencialmente humano.
Pensar así la educación es una apuesta a la resistencia continua; contraviene los cánones que orientan la economía de mercado y la forma en que nos relacionamos con las y los otros. En tiempos de pandemia la resistencia apremia; llamar a la solidaridad y no a la competencia; buscar compartir y no comercializar; cuestionar en lugar de aceptar, son algunos rasgos para imaginar que otra educación es posible. Una en la que los títulos no se conviertan en la razón para la presunción; que mueva al alumno por la indagación y no por la calificación, y a los investigadores la pasión por el conocimiento y no por la publicación. Así podremos generar los equilibrios para cohabitar este mundo, aprender de la diversidad y construir en la diferencia.
Sé que cavar este surco representa en sí mismo un gran reto y me surgen muchas interrogantes que, aunque ya se han discutido, requieren una retroalimentación continua: ¿cómo construir un proceso educativo transformador que trascienda la lógica economicista de la educación?; ¿de qué manera opera esta lógica en cada uno de los niveles educativos?; para el caso de la educación superior, ¿qué tensiones se entrecruzan entre la función social de las universidades públicas mexicanas y las exigencias del mercado o los mercados de trabajo?; ¿cuál es el rol que desempeñan las instituciones de educación superior en la construcción de una educación transformadora?
¿Ustedes qué opinan?