Nueva York, N.Y.- Vengo a esta ciudad desde hace unos cuarenta años. Vine con amigos, por trabajo, pasé aquí unos días de mi Luna de Miel y, después, con mi esposa y con mis hijos (de chicos, aquí fue el primer lugar donde les permití salir solos al parque o a una tienda porque las calles son pares y nones y me parecía muy difícil perderse).
De las ciudades que he podido conocer es la que más me gusta. Es intensa, pujante, luminosa, llena de arte y novedad, de avanzada y elegante, pero también soberbia, frívola, agresiva, intolerante, aplastante, cruel y despiadada con los tontos, los ingenuos, los distraídos y los huevones.
Esta personalidad de la ciudad ha tenido que pagar un costo muy alto. Frente a las historias de éxito profesional y material se han conocido otras de obscuridad, desgracia y decadencia humana que tampoco han tenido límite.
Ahora, esta arrogancia y altanería de “la ciudad que nunca duerme”, según cantaba Frank Sinatra, se tiene que poner la pijama e irse a dormir más temprano. No en balde fue el epicentro de los contagios de Covid-19, en Estados Unidos, y el sitio de algunas de las escenas más dramáticas y desgarradoras en hospitales saturados, muertos por miles y personal médico contagiado.
Aquí si hubo restricciones hasta que el mundo del dinero y la política lo permitieron. Hubo negocios que cerraron temporalmente y otros que ya no volverán abrir. Hasta en las principales calles y avenidas de la ciudad de Nueva York se ven locales cerrados, esperando que alguien los rente. Algunos de esos comercios los conocía desde que era joven y no aguantaron la furia de la pandemia. Como en otras partes del mundo, cierran los negocios, se pierden los empleos y proliferan los miserables. Es un lugar de contrastes. Hay sitios donde aplican medidas obligatorias de sanidad y otros donde es totalmente opcional y lo dejan a la conciencia de cada quien. Los grandes museos y galerías tienen limitación de horarios y ocupación. Los teatros, cerrados.
Tiendas y restaurantes que antes estaban abarrotados ahora lucen semivacíos. Por estas fechas, no cabía una alma. Las calles lucen poco transitadas. No muchos se animan a comprar un hot-dog callejero, nueces garapiñadas o castañas asadas. Es el temor al contagio.
Lo que sí hacen prácticamente todas las personas es usar cubrebocas, solamente se lo quitan en público para beber, comer o fumar. En distintos rumbos de la ciudad prácticamente no vi a nadie sin el cubrebocas. En los parques se lo quitan cuando no hay gente alrededor o cuando hacen ejercicio. No vi a nadie con careta.
En el Metro, en los centros comerciales, y en algunos espectáculos públicos, como la iluminación exterior de la tienda Saks, de la Quinta Avenida, nadie respeta la sana distancia. Tampoco en templos y la Catedral de San Patricio. Este año, uno de los eventos más esperados, el encendido del Árbol de Navidad en Rockefeller Center, resultó desangelado.
Con todo, es la ciudad de los Estados Unidos que tiene actualmente el menor número de contagios por cada 100 mil habitantes, frente al agravamiento en otros estados, como California. Que la vacuna traiga esperanza.
Monitor republicano
Siempre he pensado que la distancia nos da perspectiva. Situaciones y personas se ven del tamaño que realmente son. Los que parecen grandes se ven pequeños y los que son pequeños resultan aún más. No había entendido totalmente el concepto de “realidad alterna”. Ahora me quedó claro.
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