Etiquetar a las personas es una de las actividades más comunes del ser humano. Aunque a nadie le guste aceptarlo y la mayoría asegure que jamás lo hacen, lo cierto es que todos (o casi todos, habrá algunos santos que efectivamente no lo hagan) lo hemos hecho o lo hacemos con facilidad. Y es que es más fácil ver la paja en el ojo ajeno y, siendo totalmente honestos, criticar a los demás a algunos les provoca hasta satisfacción.
Aquel es un borracho, aquella es muy pedante (sólo porque no le hizo caso a quien ahora la señala), Fulanito es un vago, Perenganito es un egoísta, Chuchita es una tonta, el patrón siempre es un inútil que llegó ahí por sus amistades, la compañera que triunfa lo hace porque “entregó el equipo” (bajeza que se escucha en cualquier oficina, se dice con total ligereza y raramente es cierta). Triste, pero así somos.
Y en esta época, en la que todos estamos conectados con todos, esas etiquetas tienen mucha mayor resonancia y consecuencia. Todos tenemos voz y todo, por lo que se magnifica como nunca antes. Y lejos de que esto provoque que haya mayor cuidado con lo que se dice, la verborragia diarreica es una epidemia mundial.
Hoy, al respetuoso se le tacha de tibio, al serio de aburrido, y al prudente de pecho frío. Antes eran cualidades y hoy parecen defectos. Y si alguien ha sido marcado con ese tipo de etiquetas en el futbol mexicano es Guillermo Vázquez.
Hace seis años, se quedó a minutos de ser llamado para rescatar a la Selección Mexicana en su camino a Brasil. Si Teo Gutiérrez no hubiera estrellado la pelota en el poste, en la final contra el América, Vázquez se habría convertido en el alquimista que terminó con la maldición cementera y seguramente habría sido llamado para tomar el timón del cuadro nacional.
Pero Teo no pudo hacer el gol más fácil de su vida y, de inmediato, Vázquez se convirtió en el peor. Se compararon sus formas con las de Miguel Herrera y se le achacaba la caída de su equipo por la falta de intensidad mostrada desde el área técnica. Memo transmitía calma en el momento bravo, cuando había que bajar las pulsaciones y pensar. Pero en ese preciso instante, quedó señalado como un entrenador timorato.
Él se portó como un señor. No abrió la boca y aguantó las críticas. Siguió trabajando, mientras lo continuaron tildando de gris y hasta de pecho frío. Pero bien dicen que el tiempo pone a todos en su lugar y hoy, Memo Vázquez (sin ningún reflector sobre él), tiene al Necaxa en un sitio que nadie imaginaba a priori. Y lo mejor es que lo está haciendo sin cambiar un ápice, el ruido de afuera no le hizo ni cosquillas.
Memo Vázquez sigue siendo un tipo respetuoso, serio, prudente y, por sobre todas las cosas, trabajador y capaz. Y al futbol mexicano le urgen más individuos de su estatura.
Adendum. La contraparte de Vázquez en esta columna tampoco ha cambiado. Miguel Herrera es el mismo y sus disculpas parecen Pedrito y el Lobo.