Estrellas de la industria estadounidense, Ava DuVernay y Eva Longoria hacen un cine que narra con claridad, sentimentalismo y una consciencia política divergente pero no subversiva. No habría imaginado a la directora de Selma (2014) como espectadora de Black Panthers (1968), o a la actriz de Esposas desesperadas (Desperate Housewives, (2004-2012) aprendiendo de Sandrine Bonnaire en Sin techo ni ley (Sans toit ni loi, 1985). A pesar de ello no me sorprende por completo que ambas hayan producido la última película de la gran directora franco-belga Agnès Varda. Con su feminismo beligerante, su estilo incomparable y su elocuencia desbordante, Varda es claramente una inspiración para estas y muchas otras mujeres en la industria fílmica y fuera de ella. Es más, si comparamos su forma de editar con la del joven Martin Scorsese, veremos que su legado transgrede cualquier límite. Cuando, a principios de los 2000, Varda comenzó a protagonizar sus documentales, probablemente se convirtió, además, en la directora más popular del mundo. No es posible desdeñar a una artista que dice con sinceridad: “Mis películas están cubiertas de afecto”. Al menos, después de ver muchas de ellas, yo le creo.
Como lo sugiere su título, Varda por Agnès (Varda par Agnès, 2019) explora el apellido icónico de la artista desde la intimidad del nombre propio. A lo largo de varias masterclasses, editadas como una sola, Varda se acuerda de haber conocido a las Panteras Negras, de haber filmado al tío Yanco, de haber amado a Jacques Demy. Sentada en su silla de directora, su presencia rechaza toda noción de autoridad, bromea con la audiencia y hace lo que buena parte de los artistas desprecia por un amor excesivo al misterio: explica sus decisiones en cada obra.
Esto ya se ha hecho en textos clásicos como El sentido del cine , de Serguéi Eisenstein, pero Varda se aparta del academicismo y, con su cadencia hipnótica y su vocabulario claro, nos habla de Cléo de 5 a 7 (Cléo de 5 à 7, 1962) como la convivencia del tiempo objetivo de los relojes y el subjetivo de la experiencia. Los travellings de Sin techo ni ley, nos dice, son deliberadamente un enigma del que sólo ella sabe el secreto, y los colores de La felicidad (Le bonheur, 1965) son intentos de vencer a la sobriedad y de resaltar lo que anuncia el título. En fin, cada plano, cada color, es un ladrillo en el edificio de su obra y una palabra en el texto de su autobiografía. Para Varda, a diferencia de cineastas más convencionales que eligen los planos por motivos estrictamente funcionales, filmar es una forma de colorear la realidad, de darle sentido, y de expresar ideas complejas en un lenguaje que trasciende el habla. Cineescritura, le llama ella, en consonancia con la teoría de la cámara-pluma de Alexandre Astruc.
Es curioso que Varda no hable de sus influencias cinematográficas. A veces nos explica que un plano suyo imita a Picasso, o sugiere su admiración por la subestimada Shirley Clarke, que funciona como un alter ego en Lions Love (1969), pero en general ignoramos su relación con otras filmografías. Al contrario de un Scorsese, que no duda en listar a sus directores favoritos, Varda asegura en la película —como lo hizo siempre en entrevistas— que antes de comenzar a hacer cine, prácticamente no lo había visto. Sus primeros cortometrajes revelan un talento descomunal y un desinterés absoluto en las convenciones de su tiempo, incluida la más grande de todas: narrar. En L’opera mouffe (1958), por ejemplo, Varda mira las calles, los rostros y su propio cuerpo embarazado con la curiosidad de una fotógrafa y la admiración de una escultora. Ya consumada como cineasta, Varda exploraría estas otras posibilidades y el documental las aborda con tanto aprecio como a su obra fílmica.
Fotografías, instalaciones e incluso la tumba de una gatita encantadora llamada Zgougou, comienzan a desfilar hacia el final de la película. El tono y el ritmo cambian de manera desconcertante pero necesaria: en vez de sólo explicar las ideas y las formas de su obra fuera del cine, Varda nos lleva a recorrerla, como si estuviera toda reunida en un museo. El metraje nos da una impresión de cómo sería entrar a sus cabañas de celuloide o mirar sus videos de papas que respiran, sin embargo su voz, que nos ha conducido todo el filme, no nos deja. La gran aventura de Varda por Agnès no sólo son los recuerdos de una vida formidable o el análisis de la obra que su protagonista heredó al mundo. Las ideas de la vida que Varda expresa en palabras son parte esencial de lo que parece su despedida.
Al principio del filme Varda nos dice: “Inspiración, creación, compartir”. Son los tres principios de su carrera que podemos ver en todo lo que creó, pero “compartir” se vierte de manera más sostenida. Varda por Agnès compendia la experiencia de la artista para los jóvenes y les pide que filmen con lo que tengan a la mano, y rápido; también nos anima a mirar el mundo y a recrear lo que conocemos, pero sobre todo nos exige una buena vida que sirva a los otros. A sus 90 años Varda construyó una retrospectiva animosa que, satisfecha, al final invita a la muerte. Como una fotografía que se lleva el mar, Varda se desvanece pero jamás se olvida.
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