Hasta hace una semana, más o menos, para ver una película de Krzysztof Zanussi o de Pere Portabella, no había de otra más que añorar las retrospectivas organizadas por la Filmoteca de la UNAM y el Festival Internacional de Cine UNAM. La otra opción, en todo caso, era recurrir a los bajos fondos del internet. Nos dirán los sabios del capitalismo que esto es culpa de los propios artistas por no haber dirigido un cine más similar al de Woody y Buzz Lightyear, pero ese nivel de argumentación no merece respuesta. Marginadas estas y muchas otras películas, MUBI era un refugio necesario pero provisional donde se programaba por periodos de 30 días el cine más temerario del mundo. Eso hasta que abrió su videoteca y se convirtió en un santuario permanente. Frente a su catálogo impresionante, que incluye películas de los autores menos socorridos —Zanussi, Schanelec, Wang, Portabella, Akerman, Hong, Mekas— y de los más canónicos —Varda, Bergman, Godard, Antonioni, Ray, Coppola— uno se siente como Sebastián Rulli en la cancha del Estadio Metlife: envuelto en una inmensidad inabarcable. Ya sólo habrá que volver a las plataformas hegemónicas por las exclusivas. Para celebrar, decidí escribir sobre un clásico latinoamericano disponible en la videoteca de MUBI, cuya vigencia es insoslayable; su estilo, radical.
Memorias del subdesarrollo (1968), del brillante cineasta cubano Tomás Gutiérrez Alea, trata, principalmente, sobre la hipocresía, y la hipocresía se trata siempre de la contradicción. El protagonista, Sergio Carmona (Sergio Corrieri), se considera un hombre de la izquierda, pero, llegada la revolución a Cuba, no ve a su alrededor más que subdesarrollo. Su desdeñoso adjetivo no se refiere propiamente a lo económico, pero tampoco está enteramente desligado de ello. El mayor síntoma de subdesarrollo, explica Sergio, es la falta de consistencia. “La gente no es consistente y siempre necesitan que piense alguien por ellos”. Con ese alguien probablemente se refiera a sí mismo, un intelectual burgués que se considera por encima de los demás. Al principio de la película lo vemos espiando a otros desde una torre más alta que los chaparros edificios habaneros de aquel entonces. Su telescopio sugiere la distancia a la que se encuentra, tanto física como socialmente; su acción evoca a un científico observando parásitos, analizándolos para un estudio por premiar. Sergio es un revolucionario y no es. En sus pensamientos —el hilo conductor de la película—, él condena a la burguesía pero se comporta como aprendió a hacerlo creciendo en ella. Sus ideas son inequívocamente marxistas pero sus modos son depredadores, y en esa contradicción Sergio encarna las paradojas de la revolución misma y su naciente régimen.
Cuando apareció la película hubo una división en cuanto a su significado. El crítico estadounidense Andrew Sarris veía en ella una agresión al mundo revolucionario, pero el propio Gutiérrez Alea la consideraba concordante con la revolución: un ataque a la burguesía. Quién sabe qué tanto Sarris dijo lo que dijo porque el gobierno estadounidense le había negado una visa a Gutiérrez Alea; quién sabe qué tanto influyó en el cineasta el temor a la censura del gobierno castrista. Lo que estas discrepancias afirman con toda claridad es la naturaleza abierta de Memorias del subdesarrollo, cuyo retrato de la contradicción la hace políticamente ambigua. Si bien Sergio se queja de la marca Colgate —tal como el Ferdinand (Jean-Paul Belmondo) de Jean-Luc Godard se burlaba de los calzones Scandal en Pierrot, el loco (Pierrot le fou, 1965)—, lo hace mientras graba las conversaciones con su esposa sin que ella le haya dado su consentimiento. Crítico de la opresión imperialista y opresor machista, Sergio representa la mayor problemática del marxismo: su aplicación en manos del patriarcado.
Autoras como Gerda Lerner y Sayak Valencia ligan contundentemente el mundo patriarcal con los modos del capitalismo porque el problema fundamental son los principios de la masculinidad. La competencia, la acumulación y la imposición monolítica también las ejercieron los revolucionarios soviéticos, chinos y, por supuesto, cubanos. Al fin eran, en su mayoría, hombres. Sergio exhibe estos vicios cuando lo vemos seducir mujeres, por lo general de un estrato más vulnerable que el suyo. De hecho la delgada trama de la película se cuenta en sus relaciones con dos muchachas y el recuerdo de otras dos.
La primera mujer de la que nos habla Sergio es su ahora exesposa, que se exilió para escapar de la Cuba castrista. De ella él hace una tierna descripción: “Todavía está buena”. En sus ensayísticos pensamientos Sergio tiende a la generalización, como muchos intelectuales del periodo, y así discute a menudo el tema de la feminidad. “Las mujeres son como frutas que se descomponen con una velocidad asombrosa”. Más adelante Sergio explica que en Cuba, y a diferencia del resto del mundo, las mujeres miran siempre a los ojos. En la película miran siempre a la cámara.
Para resaltar la subjetividad de su protagonista y la distancia irónica con que lo percibe, Gutiérrez Alea suele emplear planos desde la perspectiva de Sergio. Miramos y se nos mira en imágenes que nos ubican dentro del personaje mientras, idealmente, sus acciones nos alejan de él. Por coherencia con las proporciones reales o por simbolismo, los ojos de Sergio suelen mirar hacia abajo. Así nos encontramos con Noemí (Eslinda Núñez), una trabajadora doméstica con la que Sergio sostiene una relación fugaz, y con Elena (Daisy Granados), una aspirante a actriz de 16 años de edad. Elena y Sergio se conocen cuando él le hace un invasivo piropo, la acosa hasta seducirla y le propone llevarla con un amigo cineasta para que le hagan una prueba. El cineasta, en una aparición que me atrevería a calificar como autocrítica, es el propio Gutiérrez Alea. Su presencia lo sugiere como amigo de la burguesía, y vaya burguesía la que representa Sergio. No es la única autorreferencia en la película.
Memorias del subdesarrollo está basada en una novela corta de Edmundo Desnoes y el guión es de su autoría en conjunto con Gutiérrez Alea. Desnoes está presente en un panel de intelectuales al que asiste Sergio, donde la ironía de la película llega a un nivel intensamente cáustico. En su diálogo interior, Sergio embiste contra Desnoes: “Fuera de Cuba no serías nadie”. Por admisión del autor, Sergio es una versión de sí mismo, y por ello resulta fascinante ver a esa versión tan desagradable criticar a su modelo después de que éste expusiera un argumento sobre el racismo estadounidense hacia los latinoamericanos. Es una forma de aliviar la hipocresía a partir de un espejo donde el autor y el alter ego se señalan. Para rematar la ironía, un gringo en la audiencia pide la palabra. Se le permite hacer su participación en inglés y pregunta por qué en la Cuba revolucionaria se recurre a un modelo tan anticuado como una mesa redonda. Tiene razón. ¿Por qué tras el derrocamiento de Fulgencio Batista se sienta la élite en conversación consigo misma para que la admire el pueblo? ¿Por qué un hombre burgués sigue teniendo el derecho de manipular a una adolescente proletaria?
“Todo sigue igual”, dice Sergio al comienzo. Es difícil argumentarle lo contrario cuando se le ve viviendo como probablemente lo hacía en los años antes de Castro. Sus abusos parecieran una reanudación del derecho de pernada, y su eurocentrismo, que se manifiesta en la nostalgia de una mujer europea —considerada por Sergio distinta de las subdesarrolladas cubanas— nos hacen pensar que si quedaron resabios de lo burgués y lo patriarcal en un hombre de letras, tiene mucho sentido la despreciable homofobia de Castro. En Memorias del subdesarrollo los cuestionamientos no distinguen y nos muestran una parálisis disfrazada de cambio. Lo único genuinamente distinto es el clima de apocalipsis en 1962.
Al final de la película comenzamos a ver metraje de la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. Estéticamente, se trata de otra particularidad importante. A menudo vemos fantasías y pensamientos de Sergio desbordarse en metraje documental para afirmar, de nuevo, la
subjetividad de la narrativa, pero también para celebrar uno de los mayores logros de la revolución: el cine cubano. Muchas de las imágenes a lo largo de la película provienen de los documentales que se comenzaron a producir gracias al Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), que aparece, por cierto, en la película, pero esto significa otra ironía más: el instituto se fundó bajo el régimen de Batista. Más que echar culpas o satanizar facciones, con Memorias del subdesarrollo Gutiérrez Alea construyó una imagen tal vez definitiva de las revoluciones del siglo XX, que quedan expuestas como un proceso falsamente inmediato cuyo resultado más tangible es la falsedad. Una ideología puede caber dentro de una consciencia pero ninguna voluntad puede adaptarse toda a un sistema.
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