Mano de obra (2019), de David Zonana, ha sido comparada desde su estreno en festivales con Parásitos (Gisaengchung, 2019), de Bong Joon-ho. Es fácil hacerlo. Ambas son películas sobre invasiones a casas lujosas pero sus estilos, tonos y conclusiones me parecen muy distintas y acaso distantes. El superficial parecido entre las dos resulta inevitable en el mundo contemporáneo, donde los vidrios rotos de las boutiques más caras expresan un hartazgo con el capitalismo y sus muchos modos de opresión; sin embargo las ideas de cada cual expresan el choque entre clases sociales desde perspectivas que comparten mucho menos que la trama de cada una.
Es fácil notar que Parásitos se asume a sí misma como una especie de caricatura. Escuchemos la música que tan burlonamente describe las expectativas de una señora rica que planea un cumpleaños cerca del desenlace. O simplemente consideremos la idea de un hombre enfermo que vive escondido en un búnker bajo la casa de los patrones. Bong hizo una farsa que, temáticamente, coincide con las ideas de Gilles Lipovetsky en La felicidad paradójica porque, como lo apunta el sociólogo y filósofo francés, nos muestra cómo en la actualidad el hiperconsumo es ineludible y la clase trabajadora no aspira a terminar con el privilegio sino a acceder a él. En Parásitos vemos cómo el deseo de una vida con más poder adquisitivo se convierte en traición de clase y venganza contra la élite.
En Mano de obra comenzamos viendo un plano de un grupo de trabajadores construyendo la que será una fastuosa casa del Pedregal. Se oye música ranchera en el fondo y no parece que sucederá algo extraordinario hasta que pasa. Un trabajador muere en la única imagen más o menos explícita dentro de la película. Más adelante morirá un hombre adinerado y no veremos ni su homicidio ni su cuerpo, lo cual resulta significativo porque, al esconder estas imágenes, Zonana parece darle una mayor importancia al cuerpo proletario: duele más verlo caer con violencia; duele más ver que lo lloren.
Pancho (Luis Alberti), el hermano del trabajador que murió, pide una indemnización a su capataz pero recibe la misma respuesta ambigua que otros personajes cuando intentan cobrar su salario atrasado. Estos hombres no trabajan para vivir: se la viven trabajando para perder sus pagos y a veces la vida, como el hermano de Pancho. Si algo nos revela el pequeño patio donde velan su cuerpo —un espacio tan constreñido que los triciclos de los niños cuelgan de las paredes para no estorbar— es la reducida existencia de unos seres humanos que cometieron el error descomunal de no haber nacido en las Lomas.
Cuando el protagonista visita a su cuñada también nos encontramos con un cuarto apretado donde los muros sirven más para colgar hoyas y sartenes que para proteger a los habitantes del clima. La luz en esta escena y a lo largo de la película tiene una apariencia naturalista, a veces fea, incluso. En planos casi inmóviles Zonana y la directora de fotografía Carolina Costa emplean un minimalismo similar al de su productor, Michel Franco, pero afortunadamente Zonana evita los giros sacados de la manga y la sordidez. Al contrario de Franco, en Mano de obra nos encontramos con un tono que desprecia el melodrama en favor de una representación más verosímil. El elenco se ve y suena como trabajadores genuinos y el diálogo sirve para contar la historia pero las más de las veces se trata de un ruido de fondo que, junto con detalles como la música popular y una colcha de tigre, explora y manifiesta sin juicio la cultura y las acciones del protagonista.
Según una investigación el hermano de Pancho estaba borracho cuando murió. Su muerte fue su culpa y no hay por qué indemnizar a su viuda. Pancho confronta al dueño de la casa para que ayude a su cuñada pero lo hace con tal nerviosismo que nos enfrentamos a una sutil expresión de las jerarquías racistas en México. Sentado en su coche de lujo, el hombre blanco dice que no puede hacer mucho: la investigación no depende de él. Mientras tanto el hombre moreno, de pie y mirando hacia el suelo, se tropieza verbalmente para exigir justicia con tono sumiso. En otro plano, cuando Pancho está enterrando a su cuñada, lo veremos cambiar. La imagen se acerca a su rostro decidido a meterse a la casa que está construyendo para apropiársela. Habrá que deshacerse del dueño pero bastará con eso, ya que no tiene familia inmediata, y también se va a necesitar más dinero del que tiene Pancho para las escrituras. La solución será invitar a sus colegas con todo y familias.
A partir de este punto Zonana abandona la denuncia de la élite para contar el auge de un nuevo opresor. A diferencia de Parásitos, donde los pobres matan más por accidente y rabia espontánea que por premeditación, Zonana parece estar haciendo una parábola sobre la pugna por el privilegio y las traiciones posrevolucionarias que, si bien tienen fundamentos en la historia mundial, contadas en la ficción contemporánea se entienden como una oposición al deseo de cambio que motiva a los chalecos amarillos o a Black Lives Matter.
De hecho, en una entrevista para FICUNAM, el propio Zonana desprecia de igual modo el capitalismo y la lucha de clases y acaba considerando la cuestión demasiado complicada como para ofrecer una respuesta. Esto expone a Mano de obra como una suerte de pesadilla donde los peores miedos de la élite económica se hacen realidad: los desposeídos los desahucian para después coronarse y hacer del abuso un disfrute. Esto no es lo que hizo Parásitos, una película que se vale de la moderación para humanizar a todos sus personajes y entenderlos como productos de un orden sistémico. Nadie es percibido como malvado, incluso ante sus acciones más condenables, porque a través de ellas hablan las mezquindades de una sociedad entera. Zonana representa con Mano de obra tanto el hartazgo ante la opresión como el miedo al cambio. Es una paradoja cómoda que, quizá sin quererlo, termina proponiendo la parálisis.
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