Cuando Luis Buñuel estrenó Los olvidados en 1950 la aristocracia mexicana rabió. Esa, por supuesto, era la intención del gran provocador español. Como su héroe, el Marqués de Sade, Buñuel era un agresivo moralista que intentó redefinir lo aceptable para las buenas consciencias. Su retrato de una humanidad despojada y violenta desinfló las ilusiones de ascenso social que se veía en películas mexicanas como El baisano Jalil (1942), y reventó el ideal de resignación ante la desigualdad de Nosotros los pobres (1948). La trivialización de la pobreza, como lo mostró Buñuel, se combate con lo tremendo. Sin embargo él mismo dirigiría más adelante La ilusión baja en tranvía (1954), una encantadora película con personajes de clase baja que celebra la cotidianidad de los barrios populares. La lección a la inversa: el tremendismo se equilibra con naturalidad.

El cineasta estadounidense Sean Baker parece basar su obra en el segundo principio. Por ejemplo, en Tangerine (2015), que le ganó una inmensa popularidad por ser filmada con un teléfono, las protagonistas son sexoservidoras trans pero su historia no es una de discriminación o angustia sino una de ilusiones perdidas y de la amistad que, si no logra remediarlas, al menos da fuerza. Ante la posibilidad de un melodrama de denuncia, Baker elige un tono y unos temas que capturan la marginalidad como una vida atípica pero abundante en lo que la mayoría considera normal. El proyecto Florida (The Florida Project, 2017), todavía su largometraje más reciente, es una representación superior, en mi opinión, de esa rutina.

Es difícil hablar de una trama en El proyecto Florida. Hacia el desenlace se dibuja tenuemente una pero la mayor parte del metraje es una íntima observación de los rituales de la niñez. Moonee (Brooklynn Prince) juega con sus amigos a las escondidillas y come helado. Otras veces ve la televisión desde su cama o escupe desde lo alto de un balcón. Todas estas son imágenes de una niña de seis años como muchas otras aunque, tal vez, más latosa. Pero luego la vemos pidiéndole comida a trabajadores sociales, mendigando alegremente afuera de una heladería o tomando un largo baño sin saber qué hace tras la puerta su mamá con un señor que nunca había visto. Moonee, que vive en un motel en las afueras de Disneylandia, es, sin saberlo, la niña más infeliz del mundo.

Baker expresa esta reconfortante ignorancia mediante su estilo. En muchas ocasiones la cámara sigue a Moonee y sus amigos en ángulos bajos que muestran el cielo espumoso de Florida. El motel que parece castillo pareciera imaginado por la niña, tanto como la heladería con forma de helado y un expendio de naranjas idéntico a su producto. Bobby (Willem Dafoe), el administrador del motel y una figura paterna para sus habitantes, es capturado de forma similar. En una escena, cuando enciende los fusibles que Moonee apagó en una de sus travesuras, Baker lo encuadra como a un gentil gigante que se mide contra el cielo. ¿Así lo ve la niña? Su mamá, Halley (Bria Vinaite), lo entiende como un padre refunfuñón que se entromete en su vida.

Si Bobby es heroico, Halley es irresponsable, manipuladora e inmadura, sin embargo eso no anula su amor por Moonee. A lo mejor le enseña a su hija de seis años a pintarle dedo a un helicóptero, pero Halley haría —y acaba haciendo— lo que sea por su hija. Baker ni las juzga ni las explica: las mira con una naturalidad horizontal, incluso cuando se entretienen viendo un incendio o animando una pelea en el estacionamiento del motel. Ante la narrativa burguesa según la cual los pobres sólo pueden ser víctimas u holgazanes, El proyecto Florida nos los ofrece como personas, a veces inusuales, y en otras ocasiones idénticas a sus espectadores, pero siempre vastas y fascinantes. Es una decisión tan moral como la de Buñuel, y su ingenio es evidente por la manera en que la forma cinematográfica lo expresa todo.

En ese sentido, la escena que mencioné con Moonee esperando en la bañera me parece emblemática. Baker elude la obscenidad con delicadeza porque su intención no es castigar a sus personajes ni espantar a la audiencia sino representar la ofuscación de una niña. Ni vemos la acción afuera del baño ni se nos dice con claridad qué está pasando. En otra escena un niño presencia una violenta golpiza. Baker filma desde su espalda inmóvil los puñetazos en busca de un contraste que nos impacte con sutileza. Pero ninguno de estos efectos funcionaría sin un elenco brillante como el de El proyecto Florida.

Es difícil definir el carisma, y mucho más en el caso de Prince y Vinaite, que combinan un gozo subversivo, punk, con la tristeza de vivir en la injusticia. Baker las mira con tanta empatía que sus infracciones resultan tiernas características de una infancia desbordada. Habrá quien pueda juzgarlas pero Baker parece evitarlo al expresar a ambas como un par de niñas que han crecido en el abandono y que en su desorientación sólo aspiran a sobrevivir tan placenteramente como se pueda. De algún modo son completamente inocentes.

La escena final de El proyecto Florida resume esta forma de vivir, ambivalente entre la felicidad y el despojo, planteando un escape del horror más real a la felicidad más fantástica. Es un momento conmovedor, por su falsedad, con el que Baker nos da una tercera lección, además de las dos que nos había enseñado Buñuel: la naturalidad se resuelve en los sueños.

El proyecto Florida está disponible Amazon Prime Video: https://www.primevideo.com/detail/0N4OGCZN9B7TEL5FNHNSI2GZ8T/ref=atv_dp_share_cu_r

Twitter:@diazdelavega1

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