Ya desde Silencio (Silence, 2016), el cine de Martin Scorsese empezó a parecer despedida. Algunos malinterpretamos el estilo de aquella película como un apego desmedido a la novela de Shusaku Endo, insinuando con cierta vileza que Scorsese no estaba dirigiendo sus imágenes sino recreando palabras ajenas. Qué grave error. Cada tantas películas, el viejo maestro cambia de director de fotografía y de estilo visual. Con Michael Chapman su cine de los 70 adquirió una gama hitchcockiana que reflejaba la honda problemática de haber nacido hombre. En los 80 y 90, Michael Ballhaus lo ayudó a capturar la ansiedad extática y paranoica de la cocaína, mientras que las colaboraciones con Robert Richardson y Roger Deakins entre los 90 y 2000 le ayudaron a construir una visión espectacular, inédita desde New York, New York (1977). El Rodrigo Prieto de El lobo de Wall Street (The Wolf of Wall Street, 2013) representó el último aliento del Scorsese vigoroso; el de Silencio y El irlandés (The Irishman, o I Heard You Paint Houses, 2019) expresa la rumia melancólica de un hombre vencido por el tiempo. Indispuesto a defenderse ya de lo inevitable, Martin Scorsese parece haber optado por un estilo lento y triste que sugiere el rumor de una muerte aceptada y la reflexión de una vida irrecuperable.
El irlandés
comienza y termina en un asilo de ancianos donde el asesino a sueldo Frank Sheeran ( Robert De Niro ) nos cuenta, como otros protagonistas de Scorsese, su vida y sus impresiones. Pero a diferencia del desorientado Travis Bickle (De Niro) o de los arrogantes Henry Hill ( Ray Liotta ) y Jordan Belfort ( Leonardo DiCaprio ), Sheeran ya conoce el significado de todo: nada. En su crónica de una vida matando, Sheeran resulta el pasajero de su propia existencia y el ejecutor fiel de voluntades ajenas. La historia de la mafia estadounidense lo envuelve y lo expulsa sin que Sheeran tenga mucho control o protagonismo, y por ello su relato resulta el de una vida mal vivida, sin embargo eso no lo sabemos durante buena parte del metraje.
Con tres horas y media de duración, El irlandés ocupa las primeras dos en un choque anárquico con la fe institucional. Escéptico de todo, Scorsese contradice la historia oficial del Camelot de John F. Kennedy ilustrando la voracidad de sus aliados bajo la mesa: la Cosa Nostra. Sheeran, un transportista afiliado al infame sindicato de los Teamsters, comienza a ligarse con figuras como el jefe de la mafia en Filadelfia, Russell Buffalino (Joe Pesci), y el más grande de sus hermanos camioneros: Jimmy Hoffa (Al Pacino). Ambos le empezarán a pedir favores violentos, y, más tarde, ensangrentados. Al verdadero Sheeran lo apodan el Forrest Gump de la mafia porque, al igual que el personaje de Robert Zemeckis, su vida se cruzó con los grandes eventos de la historia sin que él lo hubiera pedido o siquiera identificado. Su indiferencia al dispararles a dos prisioneros alemanes en la guerra, o cuando entrega un arsenal a un grupo de cubanos en 1961, es idéntica a la que se le nota cuando sube a un auto después de matar al hombre que mandó asesinar al capo Joe Colombo. La inmune sensibilidad de este hombre no sólo resulta obvia en el inexpresivo rostro de Robert De Niro sino también en la narración escrita por Steven Zaillian. Para explicarnos su visión simple de la vida y para justificar su ausencia en otras áreas de ella, Sheeran dice a menudo que su trabajo era solamente hacer lo que había que hacer.
Esta primera parte de la película, vívida en los colores, humorística en los pleitos y anecdótica en el ritmo que pasa de una historia a otra, evoca a menudo al Scorsese de Buenos muchachos (Goodfellas, 1990), pero también al de otras etapas. Welker White, que interpretó a la niñera de Henry Hill, regresa como Josephine, la aguerrida esposa de Hoffa, y Jerry Vale vuelve a cantar “Pretend You Don’t See Her” para los protagonistas. Allen Dorfman (Jake Hoffman), la inspiración de Andy Stone (Alan King) en Casino (1995), hace una aparición, mientras que uno de los protagonistas de ese filme, Don Rickles, revive en un escenario. Antes de un trabajo, el protagonista acomoda sus pistolas en una manta amarilla, igual que el traficante de Taxi Driver (1976). Si Sheeran está recordando su vida, Scorsese está recordando su obra. No sólo eso: de algún modo está construyendo su universo cinematográfico, suficiente para opacar el de Marvel, que conecta sus filmes para obligarnos a consumirlos y así entender su narrativa serial. Scorsese, por el contrario, usa estas referencias para integrarse con su protagonista y ofrecernos una expresiva imagen de sí mismo en la vejez.
La última hora y media de El irlandés se siente como una resaca después de la fiesta. Como en las dos mitades de Historia de mi muerte (Història de la meva mort, 2013), de Albert Serra, Scorsese contrasta los placeres de vivir impune con las penurias de morir castigado. Este fin último comienza a anunciarse en la relación de Sheeran con su hija Peggy (Lucy Gallina/Anna Paquin), que le murmura sólo unas cuantas palabras a lo largo de la película. Durante una ida al boliche Buffalino le explica a su amigo que Peggy le teme a él, pero que no debería temerle a su padre. Hoffa se convierte pronto en el tierno sustituto paternal para la niña, pero Sheeran no parece sentir celos sino, incluso, alivio. El tiempo que comparte este hombre indiferente con su familia lo pasa mudo o estallando de manera escalofriante, y por eso hacia el desenlace, cuando Sheeran intenta la reconciliación bajo el argumento de haber defendido a su familia, sus hijas y nosotros sabemos que su ausencia fue voluntaria y las advertencias muchas. Sheeran decidió obedecer, y su vocación lo mata antes de morir.
El día en que desaparece Jimmy Hoffa es grisáceo. Si hasta ese punto la edición de Thelma Schoonmaker había retenido mucho del vertiginoso ritmo de sus anteriores películas de gángsters, a partir de ahí El irlandés se va aletargando mientras el sonido adelgaza, como un anciano esperando el final. Los planos abandonan el espacio físico para enfocarse en los rostros, y así nos encontramos con, quizás, el De Niro más formidable de su carrera. Sin gritos, sin violencia, sólo con el cuerpo tieso y la mirada arrepentida, nos damos cuenta de la penitencia que es matar a un amigo. Antes de esto Scorsese nos ha estado informando de cómo y cuándo mueren los personajes que conoce Sheeran. Hombres ajenos a él, todos caducan como los extraños que son: en la ignorancia que provoca la lejanía. Hoffa, por el contrario, muere cerca, perforado por balazos rodeados de silencio. Es a esa misma ausencia de ruido, de todo, adonde se dirige Sheeran después de tanta vida. Al final de nuestro tiempo, nos dice Scorsese, ningún poder es capaz de sobornar al silencio. La muerte hace de todas las vidas una ráfaga inconsecuente.
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