Por un largo tiempo nos ha advertido el refrán que el que mucho abarca, poco aprieta. Uno puede argumentar que, siendo estadounidenses, los hermanos Eggers no lo conocen, sin embargo lo importante no es el refrán sino la idea, que es un buen consejo en cualquier parte de la Tierra. En El faro ( The Lighthouse , 2019), dirigida por Robert Eggers y escrita por él y su hermano Max, se nota la desobediencia proverbial de ambos en su excesiva trama que busca hablar al mismo tiempo sobre el mito de Prometeo, la dualidad de la consciencia, el aislamiento, la locura, la corrupción, la explotación laboral y el deseo de los hombres. No sería imposible lograrlo, pero si algo mostró La bruja ( The witch , 2017) es que a Robert Eggers le gusta recolectar información para presumir, más que sus loables capacidades con la imagen y el sonido, los muchos datos inusuales que encontró al investigar. De ahí la desmesura simbólica en sus filmes que, si en La bruja resultó entendible por tratarse de su debut, en El faro ya es un estorbo.
La nueva película se centra en la degradación de un par de encargados de un faro en la costa de Nueva Inglaterra a finales del siglo XIX. Aunque hay algunos patrones de los filmes sobre faros que dirigieron Jean Grémillon y Jean Epstein — Gardiens de phare (1929) y Les feux de la mer (1948)—, no parece haber una influencia de ellos en el de Eggers. Aquellos exploran la soledad, la añoranza y la desgracia de manera concisa y definida, mientras que El faro busca crear un espacio onírico, más bien similar al de El resplandor ( The Shining , 1980), de Stanley Kubrick , y al de Vampyr (1930), de Carl Theodor Dryer . La relación de aspecto 1.19:1, la ausencia de color y el sonido inquietante parecen aludir al maestro danés, mientras que la desorientación causada por el aislamiento, la locura, la realidad de las supersticiones o las tres al mismo tiempo, evocan al estadounidense. Sin embargo no es en el ejercicio de sus influencias que se excede Eggers sino en los símbolos extraídos de leyendas y mitos.
Cuando recién llega Ephraim Winslow ( Robert Pattinson ) al faro, su superior, Thomas Wake ( Willem Dafoe ), le advierte que no debe entrar al piso superior de la torre. La luz es suya. En ese momento se plantea una alegoría en la que Wake es una especie de Zeus, a quien Winslow, nuestro Prometeo, le intentará robar la llama, sin embargo la luz en la película significa una salvación que Winslow quiere para sí mismo, no para la humanidad, a diferencia de su modelo original. Hasta Estafadoras de Wall Street (Hustlers, 2019), con su historia de mujeres que les roban a los privilegiados para darles el dinero a sus familias, se apega más al mito original. Pero, claro, las apropiaciones mitológicas no buscan la recreación idéntica sino la inspiración. El problema viene cuando los Eggers acompañan el forcejeo entre una figura paterna y su subordinado con alusiones al dios marítimo Proteo —Wake aparece caracterizado como él en una escena—, supersticiones de marinero e imaginería sexual que sugiere incluso el homoerotismo de los protagonistas. Hacia el final se añadirán más temas.
Sería bruto criticar las intenciones de un par de guionistas que estudian el periodo en que se sitúa su obra. Ante un Hollywood que parodia involuntariamente a los extranjeros o que concibe al mariachi como omnipresente en América Latina, la investigación de los Eggers resulta elogiable, y también una sana introducción del folclor literario a su cine fantástico. El problema es la forma en que permiten que los datos se amontonen y desplacen a la trama. Las gaviotas en El faro son útiles como símbolo de la desgracia; la sirena como deseo solitario hecho materia es un cliché que los grotescos genitales y chillidos compensan, pero la dualidad de Zeus/Proteo empieza a ser demasiado cuando, de repente, nos topamos con la posibilidad de que los protagonistas sean ambos la expresión de un mismo hombre.
No muy lejos del desenlace Ephraim revela llamarse en realidad Thomas, igual que Wake, y en una imagen fácil, por obvia, los dos se gritan imitando sus movimientos. Son reflejos. Wake es la mitad vieja, grotesca, poderosa; el otro Thomas es insubordinado, atractivo, joven. ¿Entonces qué es Wake? ¿Zeus, Proteo, padre, jefe, mitad salvaje? Retomemos El resplandor. Kubrick hizo su película decidido a que, como nos pasa en la realidad frente a lo desconocido, no entendiéramos nada. Los Eggers, en contraste, construyen un mito, desde el comienzo hasta el alusivo plano final, pero en vez de darle significado a su historia se distraen en decorarla con imaginería fantástica y el lenguaje de Herman Melville. Su trama es un significante vacío: una palabra inédita e impronunciable.
El mérito de la película —porque lo tiene— está en sus formidables actores y las imágenes de violencia y delirio que evocan el expresionismo alemán y el simbolismo homoerótico de Sascha Schneider. Los cuerpos de Pattinson y Dafoe padecen la filmación vomitando, masturbándose, sometiéndose y recibiendo tierra a palazos en un compromiso que el resto de Hollywood jamás consideraría tolerable. Esto sugiere una ironía, ya que la obediencia levanta a los actores por encima de su director, que, como Prometeo —el original o el suyo—, se rebela contra la mesura, pero mantiene su hígado intacto.
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